Releyendo El mago de Viena de Sergio Pitol encuentro entre sus páginas un billete de avión con destino a París. Pitol me acompañó en uno de mis viajes a la ciudad de la luz como elección libresca con la que atenuar mi pánico a volar. El mago de Viena es uno de esos libros que escapan al reduccionismo de los géneros literarios. Ensaya el arte de la fuga consustancial a la literatura de Pitol. Al principio del libro el escritor mexicano hace referencia a una casa que alquiló en Tepoztlán. La misma Tepoztlán cantada por Aute en su deslumbrante «Cinco minutos», homenaje al aura de la actriz Katy Jurado. Topónimos sugeridores. Cuando Pitol rememora su retiro en Tepoztlán no oculta la añoranza de aquellos días campestres de lecturas febriles.
Pitol octogenario emprendió viaje, rescaté El mago de Viena, me encontré con el billete aéreo. Encontré subrayados, notas al margen y esa verdad inmutable de que uno no se baña dos veces en el mismo libro. Y El mago de Viena es otro libro ahora que vuelvo a bañarme en él, igual de bueno pero leído con otros ojos, disfrutando de ese fragmentario modo de entender el mundo y de sublimar los libros. “Quienes odian los libros también odian la vida”. Afirma Pitol, entregado a la pasión lectora, crítico con la literatura light que es esa literatura superflua que no deja poso ni huella alguna. No extraña lo más mínimo que Pitol no haya tenido las muestras de pesar que su literatura indómita y resistente merecía. No fue nunca uno de esos escritores con aparato de propaganda.
Su primera novela, El tañido de una flauta, la acabó en Barcelona, aquella Barcelona hospitalaria y acogedora por la que pasaron tantísimos escritores latinoamericanos. Pitol sacralizó los modos de los viajeros errantes, perdiéndose por las calles de Varsovia, Praga, Roma o Xalapa. Todas esas experiencias cristalizaron en la hoja en blanco, en esa manera de entender el oficio que oscilaba entre la variación y el canon. En El Mago de Viena destaca lo confesional, como cuando alude a un banquete literario celebrado a principios de los años sesenta en Viena en presencia de las hermanas Zambrano. Pitol describe a los comensales, a quienes van haciendo acto de presencia y terminan enroscados en una charla sobre el nazismo, esa sacudida brutal de la historia con el odio amortiguándose detrás de las ventanas empañadas de niebla.
Al mismo tiempo que se fue Pitol lo hizo el cineasta Milos Forman. En mi retina de espectador está Amadeus y también Alguien voló sobre el nido del cuco. Relato musical versus contracultura con celebérrimas sobreactuaciones de Jack Nicholson y Tom Hulce. Pero más allá de esas películas, justamente agasajadas y oscarizadas, están dos piezas singulares: Ragtime y Valmont. La primera de ellas es una obra mayor, no del todo referenciada, que constituye un palpitante fresco de cierta historia de Estados Unidos. La segunda se basaba en la novela epistolar dieciochesca de Pierre Choderlos de Laclos. Milos Forman supo entenderla mejor que Stephen Frears y la hizo suya desde el preciso día que Milan Kundera la puso en su camino cuando ejercía de profesor de literatura de la Escuela de Cine de Praga. El problema de Valmont fue que Las amistades peligrosas se le anticipó en las carteleras con poco margen de reacción. La primera conoció el éxito, la segunda cierta incomprensión pese a ser una obra de mayor enjundia.
Antes de morir François Truffaut se encontró con Milos Forman. Corría el verano de 1984. Amadeus fue tema de conversación. Truffaut mostró un gran interés en verla antes de su estreno. Hubo incluso tentativas de organizar un pase privado, pero el cineasta parisino se encontraba muy debilitado con el tumor muy extendido. Forman y Truffaut nacieron el mismo año, 1932, y contribuyeron con su cine a la renovación histórica que trajo consigo la Nouvelle Vague. No está mal entrelazarlos en este mes de abril de adioses repentinos. Mientras releo El mago de Viena y sueño que camino por Tepoztlán al anochecer y alguien muy parecido a Aute agarra una guitarra y canta «Cinco minutos».