Opiniones

Estuve en París y decidí salir de un hotel, donde la habitación era tan impersonal como la sonrisa de los empleados de la recepción, para darme una vuelta por su noche iluminada, excepcionalmente cálida.

Ya fuera, me sorprendió una inesperada animación por calles, bulevares y avenidas. Una asociación había convocado hasta la madrugada de ese sábado distintas concentraciones de patinadores que se desplazaban en su agitación de una punta y otra de la ciudad para acabar en plazas asfaltadas, por las que algunos especialistas podían lucir sus habilidades de saltos, zigzagueos y recortes entre latas de cerveza y botellas de cristal vacías, puestas en el suelo, a corta distancia.

En la explanada Joseph Wresinsky, había gran cantidad de chavales sobre ruedas en movimiento con sus ejercicios y exhibiciones como de circo. Otros, en un descanso, miraban con cierta indiferencia la gran torre de metal resplandeciente, charlaban y fumaban sus cigarrillos en grupos por sus aledaños, sentados sobre las gradas que trepan hasta el Palais de Chaillot.

Ajeno al jolgorio de piernas danzantes y al rodamiento elástico de las ruedecillas, me paseé entre ellos, con relativa curiosidad.

Me llamó la atención un tipo alto, de cierta edad, cabello entrecano y barba a medio crecer, también entrecana, que difícilmente se sostenía en su equilibrio inestable de novato sobre unos patines de ruedas en línea. Parecía estar pero no estar entre ellos, conocer pero no conocer a nadie, deslizarse con un cuidado especial de cristal rompible y echar una mirada a lo que otros hacían para copiar su técnica, todo con torpeza. Me fijé en sus patines de fitness verde fosforescente recién estrenados, en sus ademanes calculados, en sus vaqueros de diario y en su mirada algo avejentada, como desplazada, que tan poco cuadraba en aquel ambiente.

Quizás ese encuentro casual no hizo sino confirmarme que me encontraba en París, esa ciudad bastarda e impermeable en la que se ve uno devorado en sí mismo, fagocitado al instante, una ciudad que jamás hace un mínimo esfuerzo por recibirnos, que multiplica la soledad por cien y nos hace sentir poco menos que unos proscritos, vayamos de visita o habitemos en ella de por vida, y en la que, por mucho que uno lo intente, nunca seremos adoptados.

Ya en casa, pude experimentar algo parecido. Casi me vi encima de los patines y en el pellejo de aquel tipo, como si se apoderara de mí un vacío extremo, un sentimiento de desarraigo y orfandad infinitos: fue cuando me anunciaron la nueva de un traslado a la capital de provincia.

Gracias a la dirección general de la empresa y a un puesto vacante en la gerencia, se me veía como la persona idónea para cubrirlo, un trabajo de director adjunto, con despacho propio.

Tras tantos años, ya en la madurez, mi vida daba un giro definitivo. Cierto que bien podría haberlo rechazado, pero las condiciones económicas y el hecho de vivir en una ciudad me permitía, al fin, una mejora sustancial en calidad de vida.

Vivir en la capital suponía para mí buscar acomodo en casa o piso, sondear mis rincones preferidos para tomar un café o una copa, fumarme un cigarrillo en la terraza de mi elección.

Además, iba así a poder cumplir muchas de mis expectativas aparcadas. Entre otras, la posibilidad de distraerme por las tardes buscando folletos de cultura, acudir a exposiciones, conciertos, museos, teatros, cines, elegir mis restaurantes y lugares y parques para pasear, gestionar en definitiva mi ocio, y lo más importante, relacionarme, conocer gente. Variables que, meses antes, me hubieran parecido imaginarias, cuando no quiméricas, se hacían realidad.

En la madurez, aceptamos como razonable, como obvio, disfrazarnos con el traje equívoco de la sabiduría, como si los años nos hicieran competentes en esa materia al alcance de muy pocos, y eso por el simple hecho de ir amontonándolos a nuestras espaldas. Nunca participé de la manida frase de que la veteranía es un grado y, sin embargo, a los que avanzan en edad y se aproximan a la vejez, suele ocurrirles eso, como si la madurez, confundida en este caso con la experiencia, estuviera exenta de estupidez, falsedad o ineptitud.

Personalmente, pienso que nos resistimos demasiado a reconocer en el tiempo desperdiciado una simple coartada más bien acomodaticia que encubre torpezas de conducta y prácticas jamás vividas y ya irrecuperables. Y es en ese preciso momento cuando lo que yo llamo expectativas se evaporan.

En mi nuevo despacho, el personal a mi disposición se deja ver lo imprescindible. Cumple con sus obligaciones, rellena su horario, suena la hora de la partida y se larga. Va en realidad, como se suele decir, a lo suyo.

No me quejo, tengo un buen salario. He encontrado pronto un coqueto apartamento. Nunca me llevo trabajo a casa y las distracciones menudean. Sin embargo, no menos pronto, he empezado a sentirme en él como un exiliado. Esa gente que esperaba conocer no consta por ahora, aunque haya hecho todo lo que ha estado en mi mano para conseguirlo.  Tampoco he sido muy original, todo hay que decirlo.

Tal y como me aconsejaron, me apunté a un gimnasio. Nada peor que experimentar en uno mismo ese vínculo que los demás establecen entre el cerebro, la máquina de musculación y su resultado inmediato. Nada existe a nuestro alrededor en un gimnasio sino nosotros mismos y nuestro esfuerzo, nuestro espejo. Al encargado, cuando lo ve a uno comprometido con lo que hace, sólo le interesa vender tarros regordetes de polvo milagroso. Y los demás, cada cual corre o levanta pesas, pedalea o salta. Pero no hay grupos, cada persona es una. No hay nada a nuestro lado, absolutamente nadie. Podemos dejar litros de sudor en nuestra ropa, dejar la huella de nuestros malolientes pies en calcetines sobre la moqueta desigual del suelo. Podemos hinchar el cuerpo todo lo que queramos, que esa fibra sobredimensionada no llegará a tocar, por mucho que ensanche, la piel del que está lado. Se siente uno, eso sí, bien acompañado en su estulticia de escultura moderna, en la competición por agrandarse el máximo posible, pero se pasen por la ducha o no, todas esas figuras moldeadas artificialmente a nuestro alrededor tienen ya sus amistades, sus familias, sus novias, sus historias cotidianas como para no sentir la necesidad de perder el tiempo en prestar cierta atención al recién llegado.

Ilustración de Caridad Soto.

En la capital, uno asalta la terraza de una cafetería, de un bar, con un café ante el que se demora lo indecible por no querer apurarlo demasiado pronto y con él la compañía de un camarero al que parece conocer de toda la vida. Éste, atareado, volando de mesa en mesa, en el fondo, muestra esa actitud que no es nada más que una apariencia que forma parte de su trabajo. El camarero se revela como otra de esas anguilas escurridizas de ciudad que desaparece en la noche por las profundidades acuáticas del barrio y a la que uno sólo puede agarrar brevemente cuando se termina la consumición y la abona. El resto del día, con su vuelta a lo invisible, resbala entre los dedos, se pierde por el pavimento y vuelve al vacío.

Cierto es que siempre se le ofrece a uno hablar con el librero, pero el librero prefiere el negocio de papelería. Se confiesa más mercader que lector, más bibliófilo que erudito y se marcha los fines de semana a la montaña con su segunda esposa o lo visitan los hijos del primer matrimonio y da por completada su agenda, hasta la semana entrante.

Contactar con el cartero tampoco sirve de mucho, pues el cartero va en moto y con rapidez. Deja el certificado en nuestras manos y uno lo firma hasta que lo ve perderse cuesta abajo o cuesta arriba, sin remedio, casi sin saludo ni despedida. Lo que nos confirma cómo han cambiado los tiempos.

Del de la tienda de abajo, no hablo. He penetrado en su odorante comercio varias veces para comprar lo preciso. Parece vivir en el hueco de su mostrador, en donde se esconde el sábado por la tarde para escoltar y proteger sus frutas, verduras y conservas y no reaparecer, como por ensalmo, hasta el lunes por la mañana a primera hora.

Y luego, qué decir de la vecina de rellano, cuando lo mira a uno, sólo sea saludar de manera inocente y educada, con cara de ver a un chiflado extravagante entrado en años o a una especie de obseso sexual, viejo verdoso.

Qué otro alivio, entonces, si no es el de la sabiduría en la madurez le queda al ser humano por sentir. A qué puede recurrir cuando se abraza esa edad en la que el andar se hace más lento y el afecto más lejano, en la que se añora cada día que pasa un consuelo en la tersura sedosa de una piel joven o el aroma azafranado de una mujer —espero no me culpen por mi heterosexualidad.

En lo que les voy a decir ahora, no ignoro que sean descargos en una senda hacia lo imposible, pero me he mirado al espejo del baño y por esa razón tal vez o por los motivos expuestos anteriormente y, ni que decir tiene, para experimentar o  procurarme un mayor atractivo entre los demás, rescatar una cierta armonía en mi devastado paisaje corporal, ganar en autocomplacencia y en respeto, he acabado desplazándome a la clínica de cirugía estética que me recomendaron a mi llegada a la capital.

No discuto que he iniciado una pequeña carrera que no trata ya de inflar músculo sino de transformar algo que parece poco transformable: mi imagen ruinosa.

Empecé con la cara. Borrar las manchas del rostro una a una no acarreó problemas. Una ligera operación, que descartó las enzimas inyectadas, frenó las arrugas del entrecejo y eliminó la naciente papada. No me he retocado la nariz ni las orejas, por temor a estropear esos endurecidos cartílagos tan complicados de manejar y de recolocar.

Seguí con el cuerpo.  Unas cegadoras pasadas de láser eliminaron ciertos vellos superfluos. Mis hemorroides se desmoronaron al primer tajo de bisturí. Tampoco olvidé limpiar mis piernas de venas hinchadas e impurezas. Una pequeña liposucción hizo de cincel rebajador del abdomen y de sus frunces laterales. Y sobre mi cabeza, meses más tarde, florecían los frutos de un implante capilar que ha liquidado una irritante y mal disimulada alopecia.

Para terminar, la he emprendido con la boca.

La edad de la que hablo ha concluido en un purgatorio al que todos llamamos confusamente jubilación y mi sonrisa irradia la blancura de unos dientes nacarados, rescatados gracias a las inigualables prestaciones dentales de la misma clínica.

Y aquí estoy, teórica y prácticamente, si no nuevo, aparentemente más joven. Las amistades y, en particular, la mujer que anhelo como amante y compañera, se resisten, no obstante, a despuntar por el horizonte de una acera, por las aulas de la academia privada donde aprendo a tocar el piano —el gimnasio ya hace mucho que lo he dejado, sin que las partituras se me den tampoco demasiado bien— o por las inmediaciones del club náutico —otro asidero falsario, claro, pero carísimo como opción—, al que pertenezco como socio desde hace poco.

Por estos lugares que huelen a mar y en los que veo a gente de postín charlar animadamente, abrillantar el domingo por la mañana el casco de madera barnizada de sus barquitos, organizar prolongadas cenas a la luz de las velas, intentar jugar al bridge sin tener ni idea de cómo se pronuncia esa palabra ni cuántas cartas han de servirse para empezar, el camarero no me habla porque parezco invisible y además cambia como el viento, mañana, tarde y fines de semana.

He entablado, en cambio, si no amistad, sí una tibia y no menos tímida relación con mi cirujano. Lo tengo a mi derecha, con su vientre y su calva incipientes, con esas suaves manos de tahúr del escalpelo que han obrado maravillas en mi cuerpo.

Aprovecho para hacerlo partícipe de mis meditaciones, de mis reflexiones sobre el ensimismamiento de la capital —pues muchas ciudades, no sólo París, tienden al ensimismamiento, a la impermeabilidad—, sobre sus historias tribales, sobre las amistades no encontradas y el tiempo perdido. Y me las aguanta, todas y cada una de mis meditaciones. Sé que, al igual que a mi cuerpo, mi cirujano le da una oportunidad a todas esas cuestiones, al menos con lo que lleva ingerido a cada ronda y por aquello que me ha sacado de la cuenta corriente, imagino.

Atrincherados ante el mostrador, codo con codo tras una copa de vidrio borroso y los ojos velados, él insiste en que así son las cosas y así hay que aceptarlas. Me asegura que no nos dejan otra opción que la de abonarnos a una página de internet en busca de contactos —cosa que a mí me horroriza—, que eso debería hacer porque en ella se encargan de todo, con resultados extraordinarios, sin que tengamos que recurrir a un azar que no nos reportará nada más que sinsabores y desengaños. Y que, en definitiva —concluye mi cirujano con un pequeño hipo reprimido y la palma de la mano aplastándose el pelo ralo, después de un trago a un espirituoso que puede ser cualquier cosa menos barato—, cada cual es libre de gastarse su plan de pensiones como mejor le venga en gana.

Yo, por el contrario, a medida que los meses se van devorando unos a otros, me guardo esta vez mi propia opinión. Y, mientras ojeo a través de una de las grandes cristaleras de esa cafetería las barcazas y los mástiles de los yates mecidos por la brisa en el embarcadero, no dejo de pensar en que tanto el traslado a esta capital de provincia como el simple lavado de mi cuerpo no han hecho otra cosa que ahondar aún más en mi soledad y, sobre todo, avanzar sobremanera esa cita ineludible que todos tenemos con la mortaja.

Manuel Gómez Angulo

Autor/a: Manuel Gómez Angulo

Manuel Gómez Angulo es Licenciado en Filología Francesa por la Universidad de Sevilla y de Filología Hispánica por la de Granada. Profesor emérito del IES. Padre Suárez de Granada. Traductor de poesía, novela y ensayo, colabora habitualmente con la revista El coloquio de los perros y en el Boletín de la Academia de Buenas Letras de Granada. Fue premio de cuentos Alcotán y ha publicado un volumen memorialístico 'De memoria' (Tréveris, 2003) y la traducción del primer volumen de la trilogía 'En la Alemania Nazi' (A la sombra de la Cruz Gamada) de Xavier de Hauleclocque.

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