Lorca en cinco apuntes

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Vuelvo, al revisar estos apuntes, sobre la edición de la Poesía Completa de Federico García Lorca que preparó Miguel García Posada para Círculo de Lectores. ¿Qué quiere decir uno cuando dice que ha leído a determinado poeta?, me pregunto ante la evidencia de que muchos de estos poemas me sorprenden como si fuera la primera vez que los leo. Supongo –me respondo– que tener una idea cabal de la totalidad del empeño de ese poeta y de sus logros, más allá del hecho de que la memoria sólo retiene algunos de ellos o parte de su efecto y deja abierta la posibilidad de que vuelvan a presentársenos en toda su frescura y novedad. Por eso, por esa afortunada falibilidad de nuestra memoria, a los buenos poetas es necesario releerlos una y otra vez, a despecho de que uno pueda decir, como ante un examen, en qué consiste la originalidad y mérito de cada cual.

Esa impresión general, de todos modos, tampoco se tiene de todos los poetas que uno ha leído, o no siempre se consigue en las primeras lecturas. En el caso de la Generación del 27, quizá los primeros poetas de quienes creo que me hice esa “idea cabal” fueron Cernuda, Gerardo Diego y Alberti –lo que no quiere decir que los tres me gusten en igual medida–. A otros –Salinas, Guillén, el mismo Lorca– los he leído tanto o más como a los previamente citados, pero algo, que en su momento quizá se me presentó como una íntima falta de sintonía, hizo que de esas lecturas primeras quedara en mí el recuerdo de una serie más o menos larga de descubrimientos parciales, antes que una idea de esa totalidad a la que me refería antes. En ese aspecto, puedo decir que a Lorca he tardado más que a otros en tenerlo “leído”; lo que quizá merezca un intento de explicación, porque, en su caso, todos y cada uno de esos “descubrimientos parciales” que me han deparado mis lecturas de su obra resultan de muchos quilates. Quizá al revisar y refrescar ahora las notas que siguen consiga dar un paso más en ese sentido: quiero decir, hacia la posibilidad de poder decir con propiedad que tengo “leído” provechosamente al grandísimo poeta granadino, tan misterioso como escurridizo.

 

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La esencia del estilo lorquiano, se ha dicho muchas veces, es el uso que el poeta hace de la metáfora elevada a la segunda o tercera potencia: metáforas de metáforas, con las que logra una suerte de feliz transmutación de la realidad. Puede constatarse ya en algunos textos de su juvenil Libro de poemas. Por ejemplo, en el titulado “Campo”, fechado en 1920. Hay metáforas convencionales, obvias, meramente descriptivas, aunque muy bellas, por lo atinadas y precisas: “el papel incoloro / del monte está arrugado”. Pero hay también metáforas de segundo o tercer orden: “y la noria materna / acabó su rosario”, cuya base es la semejanza entre las cuentas del rosario y los cangilones de la noria, pero en la que el referente último lo proporciona el adjetivo “materna” y el acto de rezar, metafóricamente atribuido a una intuida presencia maternal que preside y sacraliza el paisaje. Lorca ya era Lorca en estos primeros poemas suyos. Y lo siguió siendo, también, y muy señaladamente, en el momento de reconsiderarlos. Por ejemplo, cuando copia, en 1935, el romance “El diamante”, perteneciente también a Libro de poemas, introduce en él dos certerísimas correcciones: donde el texto de 1920 decía: “Pájaro de luz que quiere / escapar del universo”, el corregido dice: “escapar de(l) firmamento”, que es mucho más concreto y visualmente acertado. También elimina cuatro versos que no eran malos, pero sí innecesarios.

‘Retrato de Federico García Lorca’. Gregorio Prieto.

Lo que me lleva a recordar mi única visita a la Huerta de San Vicente, en Granada, hace años, en compañía de un poeta de allí, que exclamó, ante la vitrina donde se conservaban algunos manuscritos llenos de tachaduras: “¿Os habéis fijado en las correcciones? Acierta siempre, el c…”. Y era cierto, así como merecido el exabrupto de admiración.

 

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Paso como sobre ascuas sobre las Suites de Lorca. El editor pondera mucho esta extensa colección, anterior a Canciones, que quedó inédita en su día y fue rescatada y publicada en su integridad en los años ochenta. No sé. Y no es que estos poemas carezcan de los aciertos que suelen caracterizar la poesía del granadino. Pero aparecen éstos en medio de tiradas un tanto desganadas, forzadas, trufadas en muchos casos de quincalla cubista o surrealista, como si Lorca, antes de desarrollar el poderoso instinto que le llevó a usar magistralmente estos recursos en Poeta en Nueva York, estuviese jugando simplemente a ser moderno… Esta lectura me lleva a anticipar una posible tesis sobre Lorca. Fue un gran poeta… truncado, le faltó ese supremo momento involutivo en el que el poeta maduro reconsidera y decanta sus logros. ¿Qué hubiéramos pensado de Cernuda si de él no conociéramos más que lo que escribió hasta el estallido de la Guerra Civil? Pues lo mismo. Pero no quiero adelantar conclusiones.

 

4

Quiere la casualidad que me acuerde ahora de un concierto en el que la vocalista cantó un poema de Lorca con música de Javier Ruibal (y creo que ella creía que la letra era también del cantautor portuense): “Por tu amor me duele el aire, / el corazón y el sombrero. / ¿Quién me compraría a mí, / este cintillo que tengo / y esta tristeza de hilo / blanco para hacer pañuelos?”. Se queda uno pensando si, en la bellísima tiniebla sonora que los envuelve, estos versos dicen lo mismo que en una lectura silenciosa. Yo acabo de reencontrarlos en mi lectura de Canciones, el primer gran libro del poeta granadino, que aclara la pertinencia de la no publicación del anterior, Suites, en vida del poeta: ese libro, con todos sus aciertos, no es más que la cantera de la que sale el depuradísimo material publicado en Canciones. ¿Gran poeta truncado, dije el otro día? Error. Un libro como éste acredita sobradamente la valía de un poeta. Y tal vez lo que quise decir era: gran poeta cuya inimaginable obra de madurez, en sentido cronológico, ese pliegue sobre sí mismo que vemos en la evolución de otros poetas que alcanzan la longevidad, no podemos siquiera conjeturar. ¿Cómo sería ese largo poema llamado “Adán”, que, según el editor, tenía el poeta en mente en el momento de su muerte? Para asimilar una lectura, uno no tiene más remedio que acudir a las analogías, que son el único recurso que nos permite decir algo sobre lo que ya está inmejorablemente dicho en palabras del propio poeta. Hace uno una lectura analógica de Lorca en relación a sus coetáneos. No sirve de mucho, pero uno se entiende.

Federico García Lorca junto a Salvador Dalí.

Odiosas las comparaciones, sí, pero la mejor manera de afianzar una impresión en el cambiante sistema de nuestras sucesivas apreciaciones y recuerdos. Por eso se me ocurre ahora, mientras releo con gran placer las páginas previamente desbrozadas de las Canciones de Lorca, que la valía de este libro se entiende mejor si lo comparamos con otros libros señeros de esta primera fase de la Generación del 27. Es, digámoslo ya, tan moderno y elegante como Cántico de Guillén, pero sin sus rigideces y apreturas; y tan ligero y fresco como Marinero en tierra, pero sin tanto amaneramiento neopopularista. Y que conste que los presuntos defectos que parece que atribuyo a esos dos libros no son tales, sino meros efectos de la comparación con el texto lorquiano. Hay también una cuestión de fondo: la unidad de Cántico y Marinero en tierra es programática: obedece a un designio previo. La de Canciones, en cambio, es orgánica: nace de las afinidades, ecos y recurrencias que el lector termina encontrando en el conjunto, y a partir de los cuales puede permitirse postular un protagonista poemático bien definido. Lo encontramos ya en Nocturnos de la ventana”, muy al principio del libro: un personaje contemplativo, que se enfrenta al mundo desde una cierta reclusión poblada de obsesiones muy particulares (“Asomo la cabeza / por mi ventana, y veo / cómo quiere cortarla / la cuchilla del viento”), y que a la vez se muestra fascinado y temeroso ante la realidad, a la que sabe apreciar en su concreción y, a un mismo tiempo, escudriñar en busca de presagios y símbolos. De ahí la importancia de los poemas que se presentan como meras estampas descriptivas (“Paisaje”, “Tarde”), en contraste con esos otros en los que el paisaje se anima con historias más o menos elípticas y cargadas de sugerencias (los dos titulados “Canción de jinete”). El poeta-espectador de esas historias “ajenas” es también el que se erige en contemplador, y a veces incluso en protagonista, de la serie de estampas eróticas que componen la sección titulada “Eros con bastón”; o el que, de vuelta a la reclusión de la que hablábamos antes, compone una estampa del insomnio abrumado en “Malestar y noche” (“Dolor de sien oprimida / con guirnalda de minutos. / ¿Y tu silencio? Los tres / borrachos cantan desnudos. / Pespunte de seda virgen / tu canción. Abejaruco.”); o el que, finalmente, se explica a sí mismo en dos poemas que valen como otras tantas poéticas: el que comienza “Sobre el cielo verde, / un lucero verde / ¿qué ha de hacer amor, / ¡ay! sino perderse?”, en el que, para evitar la fusión cromática del poeta con su “angustia”, al modo de esa estrella verde sobre fondo verde, el autor propone decorarla “con rojas sonrisas”; y el “Soneto” en el que habla de una herida abierta en la que un pájaro enmudecido “tendrá bosque, dolor y nido blando”. Preceden estas poéticas las “Canciones para terminar”, que cierran el libro y explicitan algunas de sus claves: la que ofrece el poema “De otro modo” (“Llegan mis cosas esenciales. / Son estribillos de estribillos. / Entre los juncos y la baja tarde, / ¡qué raro que me llame Federico!”), o “Canción del naranjo seco”, que es un impresionante poema sobre la esterilidad, una de las obsesiones declaradas del poeta.

 

y 5

Y ya para terminar –saltándonos lo que mejor sabido hemos tenido siempre de Lorca: su deslumbrante Romancero gitano, su acerado Poema del cante jondo, etcétera–: Poeta en Nueva York. Ha habido más de un “poeta en Nueva York” en las literaturas hispánicas: Martí, Juan Ramón Jiménez, Camba –que no era poeta, pero no importa–, García Lorca… De éstos, sólo Camba y JRJ supieron expresar con humor la mezcla de fascinación y asombro que les producía la gran ciudad. No se explica uno muy bien por qué Lorca, dotado como estaba para infundir un toque de gracia a todo lo que hacía, no supo añadir ese rasgo redentor a su libro neoyorquino. En Imágenes de la ciudad, el estudio que el crítico Darío Villanueva dedica a esta obra y su relación con el cine, se insinúa una respuesta no del todo improbable: entre otras cosas, afirma el crítico, el granadino quería impresionar a sus amigos “vanguardistas”, Buñuel y Dalí, que andaban despotricando del “gitanismo” del otrora entrañable camarada. Y eso lo explica todo, incluyendo los muchos malentendidos que todavía pesan sobre la obra de Lorca.

¿La tengo “leída” ya, después de este repaso? Me temo que no, que me quedan muchas vueltas que darle. Por fortuna.

José Manuel Benítez Ariza

Autor/a: José Manuel Benítez Ariza

José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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2 Comentarios

  1. José Manuel Benítez Ariza

    Pues habrá que leerlo. Gracias.

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  2. Estupendo. Totalmente de acuerdo con Poeta en Nueva York… Te falta por leer -a fondo- «La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón»… No pongas esa cara, te entusiasmaría.

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