Ni ingenieros ni madres de familia: En torno a ‘Madrid ha muerto’ de Luis Antonio de Villena

Leyó uno en su día muchos libros sobre Madrid; quizá porque, mientras escribía el que tituló Ronda de Madrid, ambientado en algún momento de la segunda mitad de la década de los ochenta, pensaba uno que otros libros sobre ese tiempo y lugar –juntos o por separado– actuarían como desencadenantes de recuerdos e impresiones que el simple ejercicio de la memoria no bastaba para poner bajo el foco. Y fue en esta racha cuando di con una novela que en su día me pasó desapercibida y que ahora se me imponía como necesaria desde la propia contundencia de su título: Madrid ha muerto.

Creo que de su autor, Luis Antonio de Villena, he leído más cosas desde entonces a hoy que hasta el momento en el que me fijé en esa novela; y eso quizá distorsiona un tanto el recuerdo que tengo de su lectura, de la que se van a cumplir ahora diez años. Me pareció entonces un libro escrito –no tengamos miedo a la expresión– con el corazón en la mano; o, lo que es lo mismo, poniendo por delante la verdad de lo vivido –por persona interpuesta o no, eso no importa ahora: quiero decir si el autor vivió todo eso como protagonista o como testigo–, a despecho incluso de que esa descarnada sinceridad condicionara la escritura e incluso la hiciera un tanto ingenua a ratos, al mismo tiempo que infundía a lo contado un aire de elegía anticipada. Creo que por eso me alegré de que mi lectura de esa novela, ya carne de librería de viejo cuando apenas habían pasado diez años de su publicación en 1999, coincidiera con la finalización de la primera redacción de la mía. Cuenta cosas Villena de esa época que el ingenuo protagonista de mi novela, más joven, no tenía por qué saber. Sabía otras, por supuesto; y por eso se escriben novelas distintas sobre un mismo escenario y una misma época.

En cualquier caso, lo importante de estas reconsideraciones retrospectivas es la luz que arrojan sobre el presente. “¿Quedaba alguien que aún quisiera ser ingeniero o madre de familia numerosa?”, se preguntaba Villena en la página 81 de su libro. Quedaban, por supuesto, aunque no lo pareciera. Más de lo primero, a lo que se ve, que de lo segundo: el hecho de que hoy, como entonces, no haya demasiadas candidatas a madres de familia numerosa no se debe a que entre las mujeres se haya mantenido el espíritu lúdico de los ochenta, que invitaba a desprenderse de esos destinos manifiestos dictados por la biología y las exigencias sociales, sino precisamente a que lo que ha prevalecido es el otro término de la disyuntiva: ser algo o alguien –ingeniero o lo que sea– en la esfera económica. Lo que significa que la pregunta, por más que refleje con absoluta precisión el espíritu imperante en aquel carnaval de los ochenta, no llega a recoger los términos a los que quedó reducida la cuestión apenas terminó la fiesta. Que bien pudieran ser éstos: “¿Queda alguien dispuesto a no sacrificar todo lo demás al éxito económico?”. Lo paradójico es que, después de los sucesivos tumbos que ha ido dando la economía desde entonces, el éxito económico se nos presenta ahora, en estos tiempos de penuria general, como la más inalcanzable de las quimeras; más lejana incluso que el desenfadado ideal libertario en el que decíamos creer entonces.

Ha leído uno Madrid ha muerto, en fin, en ese estado de alerta con el que nos asomamos a los relatos que realmente nos conciernen; lo que se ha traducido en una especie de avidez; no ya porque la literalidad de lo contado refleje mi experiencia de ese tiempo –es más bien lo contrario–, sino porque reconoce uno, por haber estado allí, el trasfondo, el clima, las expectativas de los personajes; lo que tampoco es extraño: si algo caracterizó esa década, fue un exceso de autoconciencia; y por ello no nos sorprende que, al final de la novela, su protagonista no tenga empacho en hacer una especie de balance contable de lo vivido en esos diez años exactos… Por comparación, las dos décadas que han venido después resultan difusas, y no creo que nadie, al terminar 1999, pongo por caso, atribuyera a la cifra redonda por estrenar un valor de cierre o comienzo, por mucho que el año 2000 se adornara con toda clase de simbologías que, a la postre, resultaron inanes. En torno a 1990 sí podía resultar bastante pertinente hacer balance final de la década precedente. Yo mismo lo hice: en algún perdido cuaderno de notas debo guardar el somero esquema que en su día tracé de lo vivido entre mis tiernos diecisiete años y mis ya curtidos veintisiete. No se parece mucho, en fin, al tipo de cosas que se cuentan en Madrid ha muerto; pero, si la letra es distinta, la música al menos resulta reconocible.

Luis Antonio de Villena.

Acierta Villena, creo, al vincular el cambio de clima que sobrevino al cierre de la década con la evolución política española en general. Al final del libro se recalca la paradoja de que los mismos que legalizaron o toleraron determinadas cosas –el consumo de drogas blandas, por ejemplo– se ocuparon luego de prohibirlas. No entra uno a pronunciarse sobre estas delicadas cuestiones; pero sí entiendo perfectamente el punto de vista desde el que enuncia su disconformidad el protagonista-narrador de la novela. Que también, lúcidamente, acierta a darse cuenta de que aquella manera de vivir, supuestamente transgresora, sólo resulta divertida mientras se tiene cuerpo y ánimo para sobrellevarla. Después de los desengaños y las malas resacas –o los malos viajes, tanto da–, lo normal es que se imponga una cierta aspiración a la serenidad. No es esa la palabra que emplea el protagonista; pero es la que más concuerda, creo, con sus desengañadas reflexiones finales.

Desde cierto punto de vista, podría reprochársela a Villena que soslaye determinadas cuestiones que tuvieron una influencia determinante en el clima vital de la década. Que no mencione, por ejemplo, el peso del terrorismo de ETA sobre la sociedad española. Hubo años en esa década en los que la frecuencia de los asesinatos terroristas arrojaba un promedio de uno cada sesenta horas… ¿Influía eso de alguna manera en las vidas de quienes asumían el despreocupado hedonismo que retrata la novela? Depende. Lo primero que veía uno al llegar a Madrid era el cartel con los rostros de los terroristas más buscados, colgado en las estaciones de trenes y oficinas de correos. Y hubo campañas –recuerdo una en septiembre-octubre del 86– en las que las autoridades animaban explícitamente a los madrileños a denunciar la presencia de cualquier extraño “sospechoso” en sus bloques o barrios. Yo era un extraño entonces en un piso de estudiantes a pocos pasos del Viaducto, pero nadie sospechó de mí… No creo que esas campañas fueran especialmente efectivas; de lo contrario, la mitad de la población de Madrid, formada por transeúntes, hubiera tenido que pasar por comisaría. Pero ese clima explica que personajes como Corcuera o Barrionuevo llegaran a ser ministros del Interior, y la desfachatez con la que se plantearon prácticas policiales como la famosa “patada en la puerta”, que el primero de esos dos ministros intentó consagrar incluso por ley.

A Eduardo Haro Ibars, el autodestructivo escritor en el que se basa el protagonista de Madrid ha muerto, dedicó Villena algunas de las páginas más sentidas y lúcidas de Dorados días de sol y noche, uno de sus tomos de memorias, publicado en 2017. Aquí ya el autor no se llama a engaño. La inmolación en los altares de la noche no era una opción, sino simplemente un callejón sin salida, o con salida demasiado obvia y a la postre estéril… Hablábamos antes de la posible dicotomía entre protagonistas y testigos de aquella desconcertante coyuntura. Hoy cabe ver la dualidad de otro modo: la que distingue entre quienes ya no están y los supervivientes.

Eduardo Haro Ibars.

Imagen de portada: Cartel de una exposición de Ceesepe en los años 80.
José Manuel Benítez Ariza

Autor/a: José Manuel Benítez Ariza

José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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