Agradece el curioso lector que se haya urdido un falso segundo tomo de memorias del editor Jaime Salinas (Cuando editar era una fiesta, Tusquets, 2020) a partir de las largas y detalladas cartas que escribía a su pareja, un escritor islandés: de haberlo concebido el propio autor, quizá no tendría la inmediatez de estas confidencias privadas, en las que no hay reparo en caracterizar a todo el mundo según esa demoledora escala de medir que aplicamos al prójimo cuando el interlocutor de nuestros juicios es alguien de absoluta confianza y no tememos que nadie de fuera pueda oírnos.
Llama la atención el íntimo descreimiento que Salinas parecía sentir respecto a su trabajo, y la casi certeza que tenía de que la edición literaria es incompatible con las exigencias del mercado y, por tanto, las grandes editoriales estaban abocadas a convertirse… en lo que se han convertido hoy. Aun así, Jaime Salinas no dudó en asumir su papel en nombre de una especie de posibilismo optimista, bajo la pretensión de que una decidida política pública de apoyo a la cultura, fomento de las bibliotecas, etcétera, forzosamente habría de redundar en un crecimiento de ese público lector exigente que hubiera permitido sobrevivir a las editoriales más arriesgadas y ambiciosas.
Tuvo Salinas ocasión de exponer esas convicciones en una sesuda carta –aunque no exenta de descreimiento– que publicó en El País en respuesta a otra del novelista Juan García Hortelano en la que éste se burlaba amablemente de la pretensión del editor de convocar a otros del ramo para protestar por la inanidad de las propuestas sobre el sector editorial que llevaban los partidos políticos que concurrieron a las elecciones de 1977, las primeras después de la muerte de Franco.
En la aludida carta, García Hortelano incluía un párrafo que describía bien la situación del autor respecto al editor y que sigue siendo válido hoy. Afirmaba, entre otras cosas, esta verdad hiriente: “Tanto se nos repite que nuestros libros no se venden porque son muy malos, se nos ha imbuido tanta conciencia de arruinadores sañudos, que no nos atrevemos a imaginar que quizá se venderían más si se creyesen menos hombres de negocios quienes han elegido el oficio de difundir las letras”.
La polémica, servida como mero intercambio de bromas entre dos buenos amigos –el editor y el novelista lo eran–, tenía, sin embargo, mucho más calado. Cabría preguntarse si, cuando fue Director General del Libro y Bibliotecas con el gobierno socialista, el editor recordaría ese amable pero certero reproche. Eran los tiempos, en fin, en los que quien esto escribe publicaba sus primeros libros: por ahí debo de tener guardadas las respuestas que las editoriales de entonces, como las de hoy, enviaban a quienes les remitían un mecanoscrito con la pretensión de que lo leyeran y dieran una respuesta clara y fundamentada a su autor, y no una serie de vaguedades referidas a los problemas del gremio y a la dificultad de publicar obras que no vinieran precedidas de expectativas de éxito.
La carta de Hortelano, íntegramente reproducida en las aludidas “memorias” antes de la respuesta que le dio Salinas, remite, de todas formas, a la bonhomía y el sentido del humor de su redactor, con quien yo coincidiría aproximadamente una década después en Cádiz. No recuerdo qué había venido a hacer aquí: en mi memoria se confunden dos ciclos de lecturas que se celebraron en la ciudad en esos tiempos: las que organizaba el “Aula abierta” del Colegio Oficial de Arquitectos, bajo la dirección de Jesús Fernández Palacios, y algún ciclo de narrativa contemporánea auspiciado por la entonces muy activa –hoy no tanto– Fundación Municipal de Cultura… Fuera quien fuera el organizador, los asistentes acabamos, como era habitual entonces, tomando unos vinos y algo de comer en la taberna La Manzanilla, en la calle Feduchy.
Recuerdo a Hortelano sentado en una banqueta de madera junto a su mujer, erigidos ambos en centro indiscutible de la reunión. Formaban los dos una especie de infalible dúo cómico que tenía su repertorio muy bien ensayado: se complacían, por ejemplo, en mantener en público, a la manera de las “peleas cantadas” de Juanito Valderrama y Dolores Abril o las que luego interpretaría el dúo Pimpinela, una acalorada discusión sobre qué ciudad española era más fea, si Valencia o Zaragoza –no recuerdo ahora la vinculación de los contendientes con ninguna de las dos–. Ya sin la colaboración necesaria de su mujer, Hortelano era aún capaz de divertir a su público con jugosas anécdotas que tenían como protagonista al novelista Alfonso Grosso, el autor de Florido mayo e Inés Just Coming. Grosso, al parecer, decía estar convencido de que la CIA lo perseguía, entre otros temores quizá no del todo infundados, que Hortelano, estricto coetáneo suyo –ambos nacieron en 1928– encontraba risibles, pero tampoco desmentía del todo, quizá porque a mediados de los 80, que es cuando tuvo lugar la cena informal a la que aludo, empezaba a parecer que la única manera educada de referirse a la atmósfera tenebrosa de las décadas precedentes, en la que confluía la represión franquista y los códigos del hampa que regían en ciertas formas de oposición clandestina, era en tono de broma.
Con poco más de veinte años, salía uno de esas veladas casi convencido de que el lado público de la vida literaria –otra cosa era el arduo trabajo solitario– consistía básicamente en eso: en participar en largas sobremesas en las que, entre risas, los más ingeniosos daban a entender que sabían de la realidad cosas que los otros, los más jóvenes e ingenuos, apenas sospechaban.
Debió de ser por entonces cuando leí Nuevas amistades, una novela de 1959 escrita según los cánones minimalistas –“behavioristas” decía la crítica literaria de entonces– que había puesto de moda El Jarama de Sánchez Ferlosio, publicada apenas cuatro años antes. Pero, a diferencia de su modelo, obsesivamente empeñado en registrar el habla y comportamiento de un grupo de personajes de extracción popular durante un día de asueto, la novela de Hortelano acertaba a retratar con precisión el estilo de vida y la moral de un estrato social sobre el que hasta entonces se había escrito más bien poco, quizá porque resultaba todavía una realidad apenas detectada: la nueva juventud epicúrea y libertina que había surgido tan pronto empezaron a dejarse atrás los duros años de pobreza, hambre y aislamiento económico que siguieron al fin de la guerra civil.
Se adelantaba Hortelano en siete años, pues, al mucho más conocido retrato de ese grupo social que efectuaría Juan Marsé en Últimas tardes con Teresa (1966). Frente al elaborado estilo de ésta, además, la novela de Hortelano tenía cierta cualidad de guión cinematográfico –de hecho, se hizo una buena adaptación al cine, a cargo de Ramón Comas, en 1963– y como tal la leí, casi imaginando su traslación a imágenes en blanco y negro. Por alguna razón, establecí de inmediato una conexión entre aquella cínica crónica generacional y el bienhumorado personaje que había conocido en aquella velada gaditana. En estos días, leyendo los párrafos que Jaime Salinas le dedica en ese segundo tomo de recuerdos urdido a partir de sus cartas, me he sentido… no sé… algo así como inadvertido figurante en aquella feria de vanidades en la que consistió la sociabilidad literaria de hace treinta y tantos años. También uno empieza ya a tener edad de escribir sus memorias.