Felipe Benítez Reyes (Rota, 1960) explica en ésta entrevista con CaoCultura algunas claves narrativas de su última novela, ‘El azar y viceversa’, una obra que, en palabras de su autor, “se mueve en el territorio de lo inestable. La inestabilidad de la identidad y la inestabilidad de la fortuna”.
Con la intención de que pudiera responder de manera reposada, sin las prisas que siempre acompañan a la promoción de un nuevo libro, le propusimos a Felipe Benítez Reyes contestar un cuestionario por escrito. Y esto fue lo que nos respondió.
¿Qué va a encontrar el lector en El azar y viceversa?
Dependerá en buena parte de lo que busque… Pero, en fin, digamos que la historia de una vida. También la evolución de una conciencia y de un pensamiento. La confesión existencial de alguien que tiene que ganarse la vida desde niño y que, por tanto, se ve obligado a inventarse la vida desde niño, con el riesgo continuo de echarse a perder la vida en cualquier momento. Algo así. Pero contado en 500 páginas.
¿Por qué eligió este título?
Tal vez porque sugiere una ligera imposibilidad metafísica. ¿Qué es lo contrario del azar? ¿La voluntad? No exactamente. Y peor aún: ¿qué es el azar? ¿Lo que sobreviene de forma inconsecuente o lo que es consecuencia imprevista de algo? Esta novela se mueve, en fin, en el territorio de lo inestable. La inestabilidad de la identidad y la inestabilidad de la fortuna. Para el protagonista todo está pendiente de un hilo. Un hilo que a menudo se rompe, y él se ve obligado a hacerle un nudo. Para poder seguir. En esencia, esta es la historia de esos nudos.
Usted ha comentado en anteriores entrevistas que El azar y viceversa sigue el modelo de la novela picaresca, incluso dickensiana. Sin embargo, su obra no parece tener una voluntad moralizante como aquella, ¿o sí la tiene?
No especialmente. La intención moral de una obra tal vez no sea tarea del autor, sino que en cualquier caso dependerá de la interpretación del lector, si es que esa interpretación procede. Aparte de eso, no tengo ninguna vocación de moralista, ya que eso fue lo único que saqué en claro de mi paso por los colegios de curas. El efecto moral de una novela tal vez no obedezca tanto a una premisa de quien la escribe como a una conclusión de quien la lee, no sé. Dependerá de qué novela en concreto, claro está. No se lee desde el mismo ángulo intelectual El mago de Oz que El extranjero, por ejemplo. En mi caso, procuro limitarme a la exposición de unos hechos y de unas opiniones, unas opiniones que no son las mías, sino las del personaje, y que cada cual interprete desde sus parámetros lo que considere oportuno interpretar, en el caso de que la literatura admita otro parámetro de interpretación esencial que el de la literatura misma. Es decir, el asentimiento a una propuesta de ficción.
Acerca del lenguaje, una seña de identidad del protagonista es el diccionario de Covarrubias, la única pertenencia que le acompaña siempre. De hecho, el narrador sería bastante increíble sin él. ¿Hay alguna otra razón para asociarlos a ambos?
Al estar contada en primera persona, tenía que justificar el juego estilístico que procuré desplegar en la novela. Por su origen social y por su trayectoria, incluido su abandono escolar a los trece años, el protagonista tendría que hablar, o escribir, con recursos muy limitados y muy toscos, de modo que me hubiera visto obligado a darle la voz de prácticamente un iletrado, y a ver qué hace uno con eso si no es un Álvarez Quintero. Aparte de convertir al protagonista en un lector temprano, la idea de que se hiciera con el diccionario de Covarrubias, y que se aplicara el propósito de aprenderse cada día varias palabras, justificaba no solo su empleo de recursos literarios de cierta complejidad, sino también ese ligero aire arcaizante de su manera de expresarse en algunos fragmentos, como por ejemplo el del viaje a Alcalá de Henares como acompañante del catedrático Escapachini, que es un homenaje muy evidente al Lazarillo.
La base militar de Rota tiene un papel clave en la educación sentimental del personaje principal y de los habitantes de la propia localidad de Rota, convertida casi en una pequeña Barcelona del sur en su relación con la marina de Estados Unidos. ¿Cuánto hay de documental en éste aspecto de la novela y cuánto de ficción?
Quería que la Rota de la década de 1970 fuese no solo un decorado, sino también un… personaje. Es decir, un ente vivo. Incluso una especie de ente superior que determina el destino de los protagonistas. En aquellos años, la presencia militar norteamericana era muy vehemente en el pueblo. No solo afectó a su estructura social, sino también a los decorados, por así decirlo, aparte de propiciar la figura del buscavidas, del hechizado por el dinero fácil, y además en dólares. Aquello era bastante anómalo en todos los sentidos. Mi intención era sacarle partido narrativo sin caer en pintoresquismos ni en explicaciones innecesariamente minuciosas. Hay una parte documental, pero también procuré llevar ese ambiente al terreno de la literatura; es decir, a ese ámbito en que las cosas son reales sin dejar de ser ligeramente mágicas y que son mágicas sin dejar de ser estrictamente reales.
Hábleme del protagonista. Parece una persona que se ajusta al dedillo a ese refrán que dice «Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente».
No le queda otra que mantenerse en vilo, porque la vida le regala muy poco. La suya es la historia de una supervivencia incesante. Cuando cree que se ha asentado en el mundo, un golpe de azar le echa todo por tierra. Y vuelta a empezar…
También es un personaje que destila ironía, desapego y humor negro hacia sí mismo. ¿Cuáles han sido sus modelos?
Conscientemente, ninguno en concreto. No sé… Los personajes han de ser ideaciones exclusivas. O lo sumo unos monstruos de Frankensterin hechos con retazos de otros personajes célebres, en el peor de los casos. Y que se note lo menos posible.
La mayoría de los personajes que van apareciendo por la narración son bastante mezquinos. El género humano en general no sale muy bien parado, salvo algunas excepciones. Supongo que es imposible hacer una novela con seres beatíficos y ejemplares, ¿no?
No era mi intención que fuesen mezquinos, sino que fuesen reales. Es posible que la mezquindad sea la más vergonzante de nuestras características como seres humanos, lo que no nos redime de ella. La mía es la historia de un buscavidas entre buscavidas, y ahí suele regir la ley de la selva.
Introduce usted también, como si se tratase de un cameo en una película, a algunos seres de la vida real con sus nombres y apellidos reales, como el grupo literario Marejada o a Fernando Quiñones. ¿Por qué lo ha hecho?
Como guiño amistoso y como homenaje. Al estar toda la segunda parte de la novela ambientada en Cádiz capital, y como el protagonista tiene veleidades poéticas, esos cameos cuadraban bien. Por otra parte, quise creer que esas apariciones de personajes de carne y hueso creaban un espejismo de realidad en una trama del todo ficticia.
¿No le parece que el desenlace de la novela conduce a la resignación y al pesimismo?
Pues no era mi intención. Pretendí que el efecto emocional de la novela fuese el de un canto de agradecimiento a la vida, con sus claroscuros. En cualquier caso, a mí los que me parecen pesimistas y deprimentes son los finales felices.