Coincidió el estreno en España de Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood), la última película de Quentin Tarantino, con la noticia de la muerte del actor Peter Fonda (1940-2019), que fue uno de los protagonistas de Buscando su destino (EasyRider, 1969), la película que de algún modo, y según afirman estudiosos tan solventes como Peter Biskind, contribuyó a trastocar definitivamente las prioridades y jerarquías del Hollywood decadente que tan magistralmente retrata la recién estrenada.
Por supuesto, la transformación que Biskind diagnostica en su imprescindible monografía Moteros tranquilos, toros salvajes. La generación que cambió Hollywood no tuvo lugar de un día para otro ni fue percibida en todo su alcance en el momento en el que se estaba produciendo: hubieron de pasar algunos años para que el público y los propios responsables de la industria cinematográfica reconocieran que, tras el impacto de Easy Rider y otras películas más o menos contestatarias de entonces, emergió una nueva promoción de directores –Coppola, Scorsese, Spielberg, Hashby y otros– llamados a erigir un nuevo canon y a cambiar para siempre la jerarquía de valores por la que se regía la industria, y no solo en lo concerniente a concepciones artísticas o modos de entender la obra cinematográfica, sino también en lo referente a la explotación de sus productos a una escala hasta entonces desconocida: fenómenos de masas como Tiburón (Jaws, 1975) o, muy especialmente, La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), primera de una larga saga que todavía continúa, revelaron que, en lo que a mercadotecnia y modos de rentabilizar una inversión onerosa, el nuevo Hollywood tenía mucho que enseñar al ya muy mercantilizado Hollywood de siempre.
Es de ese viejo –o quizá sería mejor decir “envejecido”– Hollywood de lo que se ocupa la película de Tarantino, que se sitúa precisamente en ese emblemático 1969, el del llamado “verano del amor” y sus secuelas, algunas de ellas trágicas. Es curioso que, cuando el cambio generacional apenas se había hecho sentir en la industria cinematográfica, la sociedad en general acusaba ya los primeros síntomas de cansancio de una revolución en las costumbres y creencias que ya empezaba a mostrar sus insuficiencias y errores de diagnóstico, cuando no sus excesos. El Hollywood de entonces, mientras tanto, parecía estancado: como muy bien muestra Tarantino, había asimilado el impacto de la televisión y se resignaba al papel ancilar –aunque lo suficientemente rentable– de proporcionar contenidos a ese medio, como el ficticio serial Bounty Law al que debe su menguante fama el protagonista de Érase una vez en Hollywood, y que tanto recuerda a Rawhide, la serie que, en análoga coyuntura, protagonizó Clint Eastwood antes de convertirse en un actor y director universalmente famoso.
Como el Eastwood de entonces, Rick Dalton, el ficticio actor de segunda fila al que da vida Leonardo di Caprio en esta película, afronta la coyuntura de aceptar papeles protagonistas en los populares wésterns que entonces se rodaban en Europa, a fin de relanzar su carrera; por más que, en el caso del que se ocupa Tarantino, no parece mediar el talento y la visión de futuro que permitieron a Eastwood convertirse en productor de sus propias películas y dar a su carrera un inconfundible sesgo personal. En cuanto al cine propiamente dicho, el destinado a la gran pantalla, la industria parecía haber renunciado al nivel de codificación artística y creación de arquetipos de género al que debía los grandes productos del esplendoroso cuarto de siglo anterior, y se conformaba con la explotación de productos de consumo de pronta fecha de caducidad, tales como las películas de artes marciales o los sucedáneos paródicos y violentos de los clásicos del pasado.
Significativamente, ésa es la clase de películas en las que participa Dalton, siempre en papeles de malvado, después de abandonar su papel en Bounty Law. Y será un productor perspicaz, a quien da vida Al Pacino, quien advierta al desorientado actor de que el encasillamiento en esa clase de papeles tendrá efectos letales en su carrera, y le recomienda que acepte un papel protagonista en un wéstern del italiano Sergio Corbucci, a quien el personaje de Pacino llama el “segundo mejor director europeo” del género, aludiendo elípticamente al primero, que sería Sergio Leone, y sugiriendo una jerarquía que la propia andadura del filme irá llenando con nombres como el del prolífico Antonio Margheritti o el todavía insuficientemente reconocido cineasta español Rafael Romero Marchent.
Tales son las cuitas que ocupan a Dalton. Mucho más desairado es el papel que corresponde a Cliff Booth (Brad Pitt), que había trabajado como especialista en Bounty Law, doblando a Dalton en las escenas de riesgo, y ha terminado siendo amigo inseparable y ángel custodio del actor, y que comparte vicariamente los frutos de su éxito –conduce su coche, lo acompaña en sus expansiones– en calidad de chófer y asistente personal, aunque por las noches ha de regresar a dormir al miserable remolque en el que vive en compañía de su perra. A Cliff se le describe en algún momento como héroe de guerra –¿Corea? ¿Vietnam?–, aunque también pesa sobre él la sombra de un posible crimen del que, al parecer, ha sido exonerado, pero que el mundillo cinematográfico no ha olvidado y es todavía motivo de que se le mire con suspicacia.
Buena parte de la película está dedicada a mostrarnos el día a día de esta singular pareja en ese Hollywood crepuscular que Tarantino retrata desde la fascinación de quien alimentó su imaginación de niño con sus productos. Veremos a Booth, por ejemplo, aceptar un duelo “amistoso” con un suspicaz Bruce Lee, en que el avezado veterano de guerra demostrará que pelear es algo más que ejecutar elaboradas coreografías: tal es el bienhumorado ajuste de cuentas con su memoria sentimental al que se entrega Tarantino, contando de antemano con la simpatía y complicidad del sector del público que la comparte. Pero estas bromas no son meros ejercicios de complacencia: sirven también al propósito narrativo de informar al espectador de que el apacible Booth, en quien en general predomina la resignada mansedumbre del fracasado, posee habilidades letales y también una cierta predisposición a usarlas, llegado el caso, amén de una especie de no reprimido pundonor en el que cifra su dignidad.
Y aquí entra el que quizá podríamos describir como el elemento de la película cuya legitimidad causa en el espectador –al menos, en el espectador que firma estas líneas– mayores dudas: me refiero al factor de tensión que proporciona a su desarrollo argumental el hecho de no poder dejar de tener presente el recuerdo del sangriento asesinato, en ese entorno y en esas mismas fechas, de Sharon Tate, la que fue mujer del cineasta polaco Roman Polanski, y sus acompañantes por obra de la “familia” Manson, un grupo o comuna de hippies que se había convertido en una especie de secta fanatizada, dominada por la hipnótica personalidad de su enloquecido líder. La película de Tarantino discurre en su mayor parte por los terrenos de la comedia ácida y nostálgica, pero el espectador predispuesto no puede dejar de percibirla, un tanto impostadamente, como una especie de ominoso thriller, desde el momento en el que aparece el personaje de Sharon Tate –que vive con su marido en el chalé vecino al de Dalton- y las fechas sobreimpresas que jalonan la acción van dirigiéndola hacia un sangriento desenlace presente ya en las mentes de todos.
Cabría aducir muchos argumentos para disculpar esta aparente distorsión. Seguramente no hay película que no requiera del espectador alguna clase de conocimientos contextuales previos: cuáles eran los bandos contendientes en la Segunda Guerra Mundial y qué representaban, por ejemplo, o qué clase de fantasías asocia la imaginación colectiva con escenarios como Venecia, pongamos por caso. Cabe también aducir que Tarantino se esmera en presentar a la desafortunada actriz –aquí interpretada por una conmovedora Margot Robbie– de tal modo que inmediatamente suscita la simpatía del espectador, a la vez que hace de catalizador del verdadero asunto de la película: la posible relación entre el Hollywood decadente que produce películas como la incalificable parodia La mansión de los siete placeres (The Wrecking Crew, 1968), en la que Tate ha participado –y que, en la película de Tarantino, la propia actriz acude a ver en una desolada sesión matinal, sin que la reconozcan siquiera los empleados del cine–, y esa otra clase de decadencia que encarnan los acólitos de Manson; y que, por tanto, la visión que la película plantea de ese momento en la historia de Hollywood casi exige que la atmósfera general de farsa se vea complementada por la tensión añadida que supone la premisa previa de que ese circo más o menos intrascendente incluye en su repertorio un anunciado rito sacrificial, o al menos la expectativa del mismo.
De que Tarantino, desde luego, no se llama a engaño respecto a ciertos señuelos, la película no deja lugar a dudas. En su mejor secuencia, la que describe los tensos minutos que Booth pasa en el rancho que ocupan los Manson, al que ha conducido a una bella autoestopista que pertenece a la secta, Tarantino se las arregla para, desde un sobrio manejo de los tiempos, las miradas y los silencios, crear una expectación de atrocidades propia de una película de terror, aunque Tarantino juegue con maestría a mezclar esos referentes genéricos con los propios del wéstern –cabalgadas, espacios abiertos, peleas–, puesto que el escenario es un rancho en el que se rodaban películas y series de ese género: entre otras, la mencionada Bounty Law.
Tarantino identifica a los Manson con una idea un tanto elemental, pero efectiva, del Mal a secas: el que encarnan, en la ficción, los “malos” de las películas de género, cuyas acciones no nos horrorizan porque las sabemos circunscritas a la pantalla, aunque el bien informado espectador sepa que, en este caso, la maldad de los Manson trascenderá al terreno de los hechos y multiplicará así exponencialmente su capacidad de horrorizar. Otra cosa es que esos malvados, aureolados de un horror que va más allá del que inspiran los argumentos de ficción, no dejen de tener su lado cómico: además de malos, los acólitos de Manson son también torpes e ineficaces, se pasan el día viendo espantosas series de televisión y sus discursos antiburgueses, enfáticamente enunciados, no son otra cosa que una sucesión de risibles simplezas.
Nada podemos decir del final de la película, aunque hayamos ya anticipado que Tarantino querrá jugar a defraudar expectativas y a suscitar en el espectador la necesidad de confrontar lo que sabía y esperaba con la sorprendente propuesta de desenlace que hace el director; que, de paso, logra desconcertar a quienes critican la excesiva violencia de sus películas: ¿no es peor acaso –parece preguntarnos– la que ofrece diariamente la crónica de sucesos?
Hasta llegar ahí, Tarantino ha tocado unas cuantas fibras sensibles del espectador: la nostalgia inducida –también por la excelente banda sonora, de la que queremos destacar la inclusión de Bring a Little Loving del grupo español Los Bravos, entre otras joyas musicales más o menos descatalogadas–, la aprensión ante las grandes conmociones generacionales, la puesta en valor de experiencias artísticas que el tiempo había devaluado, etcétera. La remuneración de tantos apetitos, y con tan reconocible determinación, no supone necesariamente una garantía de excelencia.
Habría que esperar, quizá, a volver a ver la película dentro de unos meses, o incluso unos años, y dictaminar entonces si su más que correcta factura, su belleza visual y las excelentes interpretaciones de todos sus actores, empezando por el dúo protagonista, siguen obrando sobre el espectador, ya prevenido contra calculadas sorpresas, el mismo efecto. Uno diría que sí, y que incluso puede que haya matices que solo cobren verdadero sentido en un segundo o tercer visionado, cuando el espectador se sienta emancipado del peso de sus preconcepciones respecto al desenlace. Al fin y al cabo, Érase una vez en Hollywood es una película sobre eso: sobre la reevaluación que la memoria hace de lo que, como el mal cine que llenó nuestra infancia y la de Tarantino, primero fue objeto de disfrute, luego pareció desprovisto de todo mérito y finalmente se recupera como material imprescindible con el que construir el fondo sentimental en el que nos reconocemos.