CriSSis

Para un policía acostumbrado a los interrogatorios, verse al otro lado de la mesa puede ser una trampa… o no.

Capítulo 50. Negociaciones.

El hombre fumaba. Una marca de tabaco cualquiera, ni muy exótica ni muy mundana. Fumaba con cierta afectación, como si quisiera darse ínfulas. Si Castro no supiera muy bien a qué habían venido ambos a este puticlub remoto, víctima de las buenas costumbres y la maldita crisis,  habría jurado que su misterioso interlocutor estaba nervioso. Pero no se hacen las evaluaciones hasta que no se corrige el último examen y se calcula la nota media.

—¿Por qué?

La pregunta del hombre fue un susurro en la penumbra. Castro, a pesar de que el tipo tenía una edad indefinible que lo situaba entre los cuarenta y muchos y los cincuenta y pocos años, no pudo dejar de recordar a Marlon Brando en El Padrino. Claro que era él, y no aquel hombre, quien pretendía largar, tarde o temprano, algún equivalente a aquello de la proposición que no podría rechazar nadie.

Se encogió de hombros, las manos en los bolsillos de la cazadora vaquera, como si no tuviera respuesta clara a la pregunta.

—¿Por qué quieres seguir adelante? —insistió la voz detrás del humo—. ¿Es que te gusta matar?

—No, no me gusta —respondió Castro, tras dos segundos de calculada pausa—. Pero tampoco me importa. La vida es como es. A veces hieres y a veces te dan por el culo. No hay otra. Una vez has cruzado el primer puente, ya no te importa lo  crecido que venga el río.

—Pero no somos una mafia.

—Pagaron bien por borrar de este mundo al tuerto cabrón.

—Una excepción.

—Entonces, si no sois una mafia, ¿qué sois? ¿Una ONG?

El hombre al otro lado de la mesa exhaló una cortina de humo que ahogó su sonrisa.

—Más o menos. Una ONG. Nunca lo había visto de esa forma. Una OAG, en todo caso.

—¿OAG?

—Deduce tú mismo el acrónimo, chico.

—¿El qué?

—Lo que significan las siglas.

—Ya.

Castro no tuvo que devanarse mucho los sesos para comprender que el hombre en la penumbra había hecho un chiste a su costa. Organización Anti-Gubernamental. Aranda, siempre dado a las bromas tontas, se partiría de risa cuando se enterara. Si es que llegaba a enterarse. De todas formas, el personaje que Castro llevaba adelante (esto sí que eran tablas) no podía ser tan rápido de reflejos. Decidió pasar el chistecito por alto.

—Lo que me quiere decir es que ustedes no matan por dinero.

—No.

—Que lo hacen por una causa.

—Tal vez.

Ilustración de Manuel Martín Morgado.

Ilustración de Manuel Martín Morgado.

—¿La venganza por la venganza?

—O la justicia por la justicia. Unos lo ven de una manera. Otros de otra.

—O sea, que al matar a ese tuerto hijo de puta me he convertido en una especie de superhéroe.

—Unos lo ven de una manera —insistió el hombre.

—Ya. Y otros de otra.

—Eso es.

 —He escuchado las noticias. La declaración. Lleváis meses dedicándoos a esto. A hurtadillas.

—Así es.

—Y ahora habéis decidido salir del armario, como si dijéramos.

—Cuestión de estrategia.

—No por dinero.

—No. No por dinero que vaya a los bolsillos de ninguno de los que estamos implicados en este asunto.

—Por justicia.

—O por venganza.

—Y no necesitáis a nadie más.

—Siempre necesitamos a más gente.

—Entonces aquí estoy.

—No hay dinero.

—Me da lo mismo. Ya iré tirando con lo que tengo.

—¿Tan fuerte es la adrenalina?

—No. No es por eso. Oiga, tal vez me juzga usted mal —Castro improvisó rápidamente, sobre la marcha—. Vale, sí, me he cargado a un tipo por dinero. Pero, joder, estuvo bien hacerlo. El hijo de puta se lo merecía. Me he pasado año y pico en la trena, por trapicheos que para gentuza como esa son calderilla. Y él salía de rositas de un juzgado y de otro. De los tribunales a los consejos de administración. No había quién le pusiera una mano encima. Hasta que llegué yo.

—Y te gustó.

—No, joder, no me gustó. ¿Se cree usted que soy un psicópata o algo? Pero sé que, en el fondo, hice bien. Y sé que hay otros hijos de puta que entran y salen por puertas giratorias mientras los curritos pagamos el pato. Soy joven, ¿no?

—Más que yo.

—Apuesto  a que nunca ha estado usted en la cárcel.

—No.

—Yo sí. Muchas veces. Por delitos de poca monta. Si ahora me pillan, será para una estancia larga. Pero no me pillarán. No por tonterías. Mire, mi padre antes que yo, la mitad de mi familia, ha pasado por más cárceles que casilleros tiene el Trivial. Con Franco y con la democracia. Sé lo que es la miseria. Y no, no eran presos políticos como ahora parece que ha vuelto a ponerse de moda. Pero en el fondo eran presos políticos: todo preso lo es porque es víctima de una política. De una clase política.

—De una casta.

—Como quiera llamarlo. Nunca he hecho nada útil en mi vida. Ni por mí, ni por nadie.

—Y ahora te sientes un superhéroe.

—No. Me siento un superverdugo. Ha llegado la hora del desquite. Por mi padre. Por mis tíos. Por mis abuelos. Ninguno de nosotros ha delinquido por gusto, sino por circunstancias. Ustedes tienen un plan. Yo tengo las agallas.

—Eres muy convincente.

—No hace falta intentar ser convincente si eres sincero. Y yo lo soy.

El hombre al otro lado de la mesa apagó el cigarrillo contra un viejo cenicero, reliquia de un pasado remoto. Cinzano.

—De acuerdo. Aceptaremos tu ofrecimiento.

—Bien. Cuando usted quiera, Isidoro.

El hombre se rió, temblando como Jabba el Hutt.

—No, yo no soy Isidoro.

Castro miró la mancha que era su silueta en la penumbra. No supo reaccionar durante un segundo.

—Isidoro soy yo —dijo una voz  sin cuerpo, en la oscuridad, desde el marco de la puerta.

Rafael Marín

Autor/a: Rafael Marín

Novelista, articulista, traductor, guionista y teórico de historieta. Hombre orquesta, bullita. Además canto bien.

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