Tic-tac. Tic-tac.
Capítulo 49. La cuerda.
A la gente corriente no le interesa la política.
Esa es el arma en la que se basan los dictadores: pan y circo, mejor. Más fuerza tiene un penalti que un libro. Mientras se mire hacia un lado, no se mira hacia otro.
A la gente corriente no le interesa la actualidad.
La información entraña una dosis insoportable de preocupación. Un terremoto acojona. Un descarrilamiento te hace temer subirte a un tren para los restos. Se respira mucho más tranquilo cuando un atentado se dirige a un agente uniformado que cuando es indiscriminado y mata sin preguntar filiaciones. Es mejor cambiar de canal, dejar el periódico, discutir de otra cosa.
A la gente corriente lo que le interesa es su vida. La suya y la de los suyos. Eso hace que haya gente que desvíe las otras vidas: para lo bueno y para lo malo, por las buenas y por las malas. Como un juego de cuerda tensa, unos tiran para un lado y otro tiran para otro. El pañuelo en el centro somos todos.
No todo el mundo es consciente de que es pañuelo. Sólo unos pocos se enfrentan al adversario y tiran de su propio extremo de la cuerda.
Hay una periodista que no da crédito a las fotografías que tiene delante, transmitidas vía Messenger, a la espera de que con más peso y resolución le lleguen al ordenador.
Los muertos andan. Esa es la frase que le viene una y otra vez a la cabeza, mientras coteja las fotos de un cadáver que vive a sus anchas en la capital inglesa con los archivos. Trajano Roldán, muerto en atentado, acribillado en la puerta del hotel donde se hospedaba. Trajano Roldán, engalanado en ruedas de prensa, en bodorrios fascinantes, en proclamas de partido e inauguraciones de grupos bancarios. Trajano Roldán, la camisa ensangrentada y un bolígrafo de mala muerte clavado en el ojo. Y ese otro Trajano Roldán, con peluca y gafas oscuras, sin parche, que en Londres frecuentaba restaurantes de lujo y vivía como lo había hecho siempre, en una atalaya de la que no era capaz de bajarlo nadie. Ni siquiera la muerte. Ni siquiera una bala.
Hay dos policías que contienen los nervios, pendientes del teléfono a todas horas, recopilando información para un caso que les puede estallar en las manos de un momento a otro. Jugar siguiendo las reglas sirve hasta que hay que saltarse las reglas, y ni Aranda ni Galiardo tienen claro si las reglas existen. Ni tampoco, en caso contrario, de quien las marca. En el tira y afloja de la lucha contra el terrorismo (aunque sea, como parece, un terrorismo aficionado, un terrorismo de pega) ninguno de los dos sabe muy bien cuáles son las reglas, quién las marca, cuál será el resultado de todo esto.
Porque un compañero, Castro, se está jugando el cuello, infiltrado y en paradero desconocido, lo más cerca que hasta ahora han estado las fuerzas de seguridad del estado de localizar, neutralizar y detener a ese grupo fantasma que durante meses ha sembrado de muerte la sociedad, una muerte milimétrica, disimulada de casualidad, una purga selectiva de elementos corruptos sobre los que alguien se ha convertido en juez y verdugo, sin atenerse ni a Dios ni al diablo, eliminando a todo aquel que se creyera a salvo del castigo de la sociedad.
Castro está cerca. Castro está dentro. Castro también puede, de un momento a otro, a poco que se equivoque, estar fuera.
Porque «Isidoro», si es un hombre, no es tonto. «Isidoro» piensa. «Isidoro» maquina. «Isidoro» ha planificado despacio, tacita a tacita, como si fuera un entrenador de fútbol de los que tienen más agalla que cabeza, una siembra de horrores. Pasando por debajo del radar de policías y periodistas. Borrando del mapa (solo o en compañía de otros) a abogados, políticos de segunda fila, banqueros y corruptos en general. Sin que durante meses nadie se diera cuenta. Hasta que, cuando comprendió que ya la policía había sido capaz de llegar a deducciones molestas, saltó a las redes y reivindicó su autoría y anunció lo que quizá fuera una broma pesada, o tal vez únicamente un nombre de guerra.
«Isidoro». El mal en la sombra. La presencia sin rostro. Rodeado de otros males en la sombra, de otras presencias sin cara. Gente anónima trabajando desde su anonimato. Una nueva manera de ver la venganza. O la justicia, si es que no son la misma cosa.
Entre unos y otros, tiran de la cuerda.
Entre unos y otros, el esfuerzo requiere arrastrar hacia su lado, definitivamente, el pañuelito rojo.
Quizá ninguno es consciente de que a veces la presión extrema puede romper la cuerda.