Azorín o “la novela del jueves”

Cada vez que paso por delante de la librería de Raimundo me acuerdo de una costumbre que mantuve durante años, y que venía dictada por el hecho de que dicha librería me saliera al paso en mi ruta desde mi lugar de trabajo a la parada del autobús. Se impuso entonces, decía, la costumbre que denominé “el libro de los jueves», y que consistía en comprar ese preciso día, en el que mi horario me imponía esa combinación para volver a casa, un libro de saldo para amenizarme el trayecto de regreso. Aquel juego tenía una sola regla, ineludible: el libro en cuestión no debía de costar mucho más que un par de periódicos, porque aquella especie de principio de compra obligada se justificaba en el hecho de que, en cualquier caso, ese día habría comprado un periódico o incluso dos, como solía entonces, e invertir esa módica suma de dinero en un libro siempre sería mejor inversión… Juegos mentales con los que se distrae uno para hacerse perdonar sus vicios, su único vicio.

Hoy ha querido el azar que vuelva a verme en la misma tesitura: a la puerta de Raimundo y con un trayecto de autobús por delante. Y el libro que he comprado cumple el requisito: cuesta dos euros. Teniendo en cuenta que va a proporcionarme lectura jugosa para más de un viaje en autobús, creo que merece la pena: Artículos olvidados de J. Martínez Ruiz («Azorín»), seleccionados y anotados por J. M. Valverde y publicados en la meritoria y ya muy fuera de lugar “Biblioteca del estudiante” de Ediciones Narcea en 1972.

El ejemplar está flamante. Y es un placer ir hojeándolo y, de vez en cuando, pararse a leer uno de esos artículos de cuando el que todavía no firmaba “Azorín” se las echaba de anarquista o de republicano federal, según soplasen los vientos radicales del momento. Ya se le veía venir, de todas maneras. Véase este párrafo: “Y ocurre –ved  la enorme paradoja– que, en los tiempos que atravesamos (…), los partidarios de la abstracción (…) son tenidos por los representantes de la libertad y del progreso, mientras que son tachados de reaccionarios aquellos espíritus que (…) tratan de derribar de sus tronos estos otros pequeños y tiránicos dioses, que los “liberales” y “progresistas” reverencian y ensalzan con fanatismo”. Yo no sé si el joven escritor adivinaba entonces que esa desconfianza de las “abstracciones” –entre las que podría contarse, quizá, la Libertad, el Progreso y otras grandes palabras que suelen escribirse con mayúsculas– iba a llevarlo a donde llegó: a ser dueño de un universo de pequeñeces en las que sólo él se había fijado hasta entonces, y a poner en valor ese universo hasta hacer que sus lectores, los muchos que increíblemente tuvo, quedaran embelesados también, si no por aquellas cosas de las que escribía “Azorín”, sí por el modo en el que lo hacía.

Azorín en un retrato de Ignacio Zuloaga.

Pero eso llegaría más tarde. En el libro que tengo entre las manos, este Martínez que todavía no sabía que iba a convertirse en Azorín entrevistaba nada menos que a Unamuno. Es una de las piezas que se recogen en estos Artículos olvidados con los que voy distrayéndome en el autobús. Unamuno, sí: un hueso duro de roer, incluso para alguien con tanta capacidad de encaje como el entonces aguerrido periodista de revistas “radicales” que, en sus interpelaciones al ya reconocido agitador de conciencias, no duda en postular una juventud “que alienta por nobles ideales de solidaridad universal, de amor y bienestar” –pero ¿no habíamos quedado en desconfiar de las abstracciones?–, dando por sentado, sin duda, que él mismo era parte de esa juventud, en nombre de la cual se dirigía al maestro. Que no estaba para gaitas, y que rebate sin piedad el vago misticismo revolucionario, entre cristiano y anarcoide, que inspira a su interlocutor, contraponiendo, al Cristo “anarquista” de Renan, entonces tan de moda y al que el propio Martínez Ruiz había dedicado más de un artículo, nada menos que el otro Cristo, el de verdad, el de la Biblia…

Le hubiera resultado fácil al joven catedrático de Salamanca contemporizar con su interlocutor, buscar la coincidencia en el terreno neutro de la crítica de lo que ambos denostaban, arrimarse a esa ascua tibia, que el otro tentadoramente le acercaba, de la presunta juventud con inquietudes. Es lo que hubiera hecho hoy, en fin, cualquiera de esas figurillas de la intelectualidad a las que entrevistan en el dominical de El País, o las que entrevistaba Marino Gómez Santos para el ABC: aceptar el certificado de éxito y relevancia que supone el mero hecho de que esa entrevista tenga lugar y dárselas de incomprendido ante el alma gemela a quien el periódico ha encargado hacerla… Pero no Unamuno. Y quién sabe si el propio Martínez Ruiz no acabaría siendo quien fue, y no un simple periodista complaciente más, gracias a haber tropezado a tiempo con figuras de ese temple.

Y hablando de Unamuno: precisamente en Salamanca, la ciudad donde el enorme escritor vasco ejerció de catedrático, me saltó a la vista en un puesto callejero un ejemplar de María Fontán, una de las novelas “cinematográficas” del Azorín maduro, que ya no firmaba con su nombre y era indisociable de su conocido seudónimo. Figuraba ese libro en mi lista virtual de lecturas pendientes desde hacía más de una década, aunque más largo había sido el tiempo que este ejemplar sin mácula –no parecía que nadie lo hubiera abierto jamás– llevaba esperándome: desde mi infancia, porque fue impreso cuando yo apenas tenía tres años y había esperado, para salirme al paso, a que yo me convirtiera en el adulto que soy, y a desarrollara los gustos que tengo y me decidiera a pasar unos días en Salamanca y pararme a pleno sol ante una mesa callejera de libros viejos.

Mientras leo sus primeras páginas, caigo en la cuenta de que, cuando alguien me ha preguntado alguna vez quiénes son mis escritores preferidos, nunca he mencionado a Azorín. Quizá porque la pregunta tendría que haber estado formulada así: “¿A qué autor te gustaría parecerte?”. Y entonces sí, entonces lo hubiera dicho sin dudar: a este pulcro escritor que dio a la imprenta tantos libros, ninguno de los cuales parece haber cambiado decisivamente el rumbo de la literatura de su tiempo o la mentalidad del lector, por más que de todos ellos sus lectores salgan confortados por la evidencia de que se puede escribir desde esa absoluta falta de pretensiones, desde esa coquetería de la sencillez; y en ninguno de los cuales faltan hallazgos y primores suficientes para que, una vez leídos, no caigan fácilmente en ese olvido al que ni siquiera son inmunes otros más ambiciosos y de más empaque. Si me dijeran que ésa es la suerte que a uno le toca correr en esto de la literatura, preguntaría: ¿dónde hay que firmar?

Un joven Azorín retratado por Ramón Casas.

Y ello a pesar de la acusación que más comúnmente se le dirige a Azorin: la de ser –en palabras que el crítico Sanz Villanueva aplicaba a Juan José Millás en cierta reseña– un autor “poco dotado para la novela”; lo que no creo que sea exactamente un demérito, sino más bien una simple inadecuación entre vocación y exigencias del mercado. Y juzgar a un escritor por no estar a la altura de esas exigencias resulta tan injusto como restarle méritos a un buen cocinero porque no sabe preparar una cena para trescientas personas.

No quiero decir con ello que entre quienes preparan cenas multitudinarias no haya excelentes cocineros; pero lo que está claro es que también puede haberlos que no dominen los secretos y técnicas de la cocina industrial. Tampoco quiero decir que todas las novelas que tienen buena acogida respondan a esas intenciones y expectativas. Pero sí que las editoriales, en general, se sienten más cómodas con cierto tipo de novela más o menos convencional; y que incluso los editores que blasonan de una alta exigencia literaria en realidad lo que buscan es buen estilo puesto al servicio de productos más o menos digeribles. No quieren ni oír hablar de eso que algunos historiadores de la literatura de transición entre los siglos XIX y XX llamaban “novela subjetiva” o, con notoria inexactitud, “novela poética” –etiquetas ambas que han sido aplicadas con profusión a Azorín–: es decir, la novela personal, emancipada del despliegue escénico y retórico de la gran novela realista decimonónica, y en la que el punto de vista del narrador omnisciente se sustituye por una voz más cercana y confidencial, en la que el narrador ficticio y el verdadero se funden y confunden. Un producto literario que, sin dejar de ser novela, puede ser apreciado por quienes gustan de eso que se llama también “literatura sin género” y se disfruta por la calidad de la prosa, la profundidad de pensamiento, la gracia descriptiva y, por qué no decirlo, el valor añadido que supone la brevedad.

¿Qué suerte correrían hoy en el mercado las “novelas” de Azorín? ¿Y las de Baroja? ¿Qué hueco conseguirían abrirse novelas como Fermina Márquez de Valéry Larbaud o Elena o el mar del verano de Julián Ayesta? El joven Martínez Ruiz podría haberle espetado esa pregunta al ya avezado Unamuno, notable autor también de novelas anómalas. Y éste se habría encogido de hombros.

Imagen de portada: Interior de la librería Raimundo en Cádiz (Wikimedia Commons).
José Manuel Benítez Ariza

Autor/a: José Manuel Benítez Ariza

José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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