Western

A Paco Gómez, in memoriam

Verán, aquellos dos niñatos no sabían que yo tenía un tercer hermano y que ese tercer hermano no se iba a quedar de brazos cruzados.

Debo decir en primer lugar que, nosotros, en la familia, somos cuatro, mi madre y tres hermanos, entre los que me incluyo, y que a ese tercero, el menor, prácticamente nadie lo conoce por aquí. De chico, demostró su valía intelectual, por lo que mi padre, con más o menos esfuerzo, porque ya se había hecho acreedor a una beca, lo mandó a estudiar fuera. Terminó su formación, encontró un buen trabajo en la capital y decidió instalarse definitivamente en ella.

El primogénito, por el contrario, es simple y sí que permaneció en la gran casa familiar de esta ciudad de provincias, con mi madre. Fue mellizo, de una niña. Pero la hermanita que debería haber crecido junto con él, amaneció muerta cierto día, a los seis meses de edad, a su lado, en la cuna. Una muerte inexplicable, tal vez por ponerla, cosas de aquellos tiempos, a dormir boca abajo.

Mi madre, que no se había despegado nunca de él, con más justificación si cabe, desde el repentino fallecimiento de mi padre hace unos años, sostenía que a raíz de los ladridos de un perro y de unas fiebres raras, a mi hermano el mayor le cambió el tinte de la piel y se le estancó el seso.

Mi padre era hombre complaciente y de carácter bondadoso y la dejaba imaginar cualquier causa que pudiera justificar el estado mental de su hijo, por muy fantasiosa que fuese, al menos para que esas historias inventadas pudieran mitigar en parte sus sufrimientos y la ayudaran hasta cierto punto a explicar, a su manera, tanta desgracia, todas esas zancadillas que andaba poniéndoles la vida a su paso, a unos y a otros.

Quiero pensar que mi madre no entendía de embarazos gemelos y no concebía que quizás mi hermanita muerta hubiera podido privarlo de parte de un oxígeno que él necesitaba a partes iguales para su formación y crecimiento, ya desde su vientre, e hiciera que mi hermano, a su pesar, con un desarrollo cerebral deficiente, naciera y creciera luego así.

Si se le hubiera expuesto un argumento como ese, mi hermanita desaparecida habría sido, por supuesto, para mi madre, una inocente a la que hubiera sido indigno acusar de nada. Y mi hermano mayor, una criatura sin suerte alguna ante las enfermedades contagiosas e indefensa ante los ataques de perro. Para las madres, se sabe que aquello que brota de sus entrañas, incluso si resulta ser un asesino en serie, es carne propia, sustancia intocable. Los hijos le pertenecen de por vida, ninguno de ellos es culpable de nada, ninguno tiene vida independiente y cualquier acción o actividad positiva o negativa tendrá su dolor en el seno materno y descargo y excusa en cualquier circunstancia y lugar. Mi hermano mayor, rezagado en lo sabio, inocente y desamparado en el mundo, quedaba ahí, a su lado, muy cerquita, para ser mimado, protegido y resguardado por ella, como alguien que ya nadie podría arrebatarle jamás, descendencia malograda pero incuestionable consuelo para lo que pudiera ser la presumida soledad de su vejez.

El caso es que a mi hermano el mayor, simple como era y es, eso no le había impedido llevar una vida más o menos amoldada a la de la llamada gente normal, ya desde su infancia y posterior adolescencia. Fue a la escuela, aprendió a leer, a escribir y a hacer cuentas y, al salir de ella, empezó a trabajar pronto en un centro ocupacional, de esos en los que se fabrican, decoran y barnizan piezas de cerámica. La labor artesanal que salía de sus manos y que él tenía como puro entretenimiento, tenía la ventaja de que unos cuantos comercios solidarios se encargaban de darles salida a precios ventajosos y los beneficios que producían, escasos todo hay que decirlo, volvían al centro en forma de regalos de pascua y viajes culturales en autocar para sus todos sus miembros. Con el cariño de los suyos, su paga y su tarea, se sentía satisfecho y feliz e incluso viajaba a algún parque temático o, en verano, a la playa. Así iba tirando.

Por otro lado, fuera del centro ocupacional, mi hermano procuraba imitar, durante los fines de semana, en esas irreprimibles horas de ocio compartido, la diversión de la gente de su edad. Y nunca dejaba de darse una vuelta por los sitios de marcha, lloviera o tronara.

Para él parecía no pasar el martilleo incesante de los años —lo cierto es que se conservaba bien— y solía vestirse siempre de gala para salir por sus bares de siempre a lucirse y a tomar algo, y esa costumbre la alargó, ya de adulto, hacia las zonas exteriores de diversión en donde, cada sábado por la noche, una masa ingente de jóvenes sedientos de bebida coloreada se reunía para dar buena cuenta de las botellas de alcohol barato, apretadas en bolsas de plástico y adquiridas en las tiendas chinas de los alrededores.

No hay que ser un sociólogo para entrar en consideraciones a la hora de juzgar a la municipalidad, a los padres y a los propios chavales y menos chavales a que promuevan y jaleen sistemáticamente una especie de revolución juvenil que tiene como objetivo exclusivo ensuciar el extrarradio con desechos que ellos no recogen, taladrarse de manera irreversible el hígado a base de desinfectante, ocupar la cabeza con charlas sin chicha, ocultar una indudable represión y evitar con ello otro tipo de altercados menos inocentes que pudieran poner en tela de juicio este cómodo sistema en el que viven como malcriados. Todos lo vemos y aun así lo consentimos, lo callamos. Allá cada cual con sus miserias.

Hablaba de mi hermano y de que se acercaba a divertirse un poco por esos llanos apartados, como una distracción más de fin de semana hacia la que había evolucionado, pues, el gusto en las últimas décadas.

Por regla general, los chicos con los que se relacionaba o se tropezaba lo conocían de vista y hasta lo invitaban a que bebiera de aquel matarratas mezclado con refresco de limón, de naranja o de cola, aunque él no lo soportara demasiado bien y mostrara, además, cierta aprensión a pasar los labios por el gollete de una botella compartida, más todavía a mezclar parte de su saliva con la de unos, en definitiva, extraños.

Finalizada la fiesta nocturna, cuando ya creía haberse distraído tanto como los demás, regresaba a casa, hacia la madrugada, prácticamente de día —cualquiera que haya trasnochado por una ciudad sabe que la hora más placentera para recogerse es esa en la que el hilo que anuncia el sol se perfila por un horizonte que no oculte una hilera de inmuebles horribles; que nunca ha de darle a uno su luz, como a los vampiros, porque desaparecería con él el encanto de la transgresión que suponen esas veladas interminables de romántico alcoholizado de otros tiempos—, no sin haber lucido uno de esos trajes de corte clásico por un par de pubs, por los que acostumbraba igualmente a pasarse en su camino de vuelta.

La noche en la que ocurrió la broma, por llamarlo de alguna manera, transcurrió exactamente igual a la de aquellas otras noches de sábado, sólo que resultaría un poco más movida y menos plácida para su persona.

A los dos niñatos Bilielniño, tan conocidos de nosotros los adultos como de todo el personal joven que se acercaba por aquellos llanos, debió parecerles gracioso ver a alguien con la pinta de mi hermano, que los doblaba en edad y casi podría haber sido su padre o su tío. Se supone que para ellos era una especie vaquero viejuno y errante, de traje, chaleco y corbata, aire estúpido, que iba de un lado a otro, algo sonriente y despistado, con su comportamiento infantil, haciendo preguntas a diestro y siniestro y apenas bebiendo, cabalgando por aquellos territorios salvajes, que los hermanos consideraban como de su propiedad.

En un momento de alegría infinita, esos hermanos Bilielniño se tropezaron casualmente con él y se le aproximaron. No era la primera vez, claro, pero esa noche en particular, andaban algo cargaditos y empezaron por largarle bromas sin gracia, comentarios fuera de tiesto, colegueando, tomándose unas confianzas que no les cuadraban demasiado. Y, después de haber cambiado el tono y la actitud —porque mi hermano no les siguió la corriente e intentó incluso alejarse para evitarlos—, empezaron primero a abochornarlo y, después, a acojonarlo, valga la expresión, un poco con su actitud chulesca, sólo un cuarto de hora, según uno de los conocidos que aparecía a ratos para charlar conmigo por mi papelería.

A mi hermano el mayor no le dieron ni tiempo ni opción de huir. En una decisión imprevista, los Bilielniño soltaron en un instante sus bolsas llenas de vidrios en el suelo, lo acorralaron entre los dos y, ante un pataleo y unos gritos que de nada le sirvieron, terminaron por agarrarlo, lo alzaron en volandas, lo portearon unos metros y lo arrojaron, sin contemplaciones, a uno de los tantos contenedores repletos de desperdicios que rodeaban el lugar.

Haciendo caso omiso de sus golpes, protestas, chillidos y, sobre todo, sus miradas espantadas, los famosos hermanitos cerraron la tapa del contenedor, antes de que pudiera reaccionar, atándola con una de aquellas bolsas de asas que, bien retorcida, se dejó hacer un nudo con ella. Luego, miraron satisfechos a su alrededor para que les rieran su triunfo y ocurrencia.

Cuando se toparon con caras largas o algún intento de recriminación, con aquellos que por vergüenza no quisieron seguirles el rollo ni hacer la vista gorda, se revolvieron y les echaron pelotas. Expertos en peleas, en el juego sucio con mecheros en la palma de la mano para golpear más duro, agresiones y asaltos de dos contra uno y por la espalda, quizás con la navaja o la pipa escondida pero en guardia, nadie esa noche se avino a sus provocaciones, por lo que cuando se fijaron en mi hermano, pudieron recrearse a gusto con su persona. Se supone que sólo querían incrementar su celebridad, lucirse una vez más como matones y colmar en parte sus deseos de bronca y sus despreciables complejos de inferioridad.

Acto seguido, acabada la función, borrachos a medias, con sus botellas colgantes de nuevo en la mano, hicieron una reverencia a los asistentes y se mezclaron con la masa. En cuanto salieron de los llanos, se dirigieron a su coupé, partidos de risa, y se perdieron a acelerones y con la música a tope por la periferia. Probablemente irían con alegría a fumarse sus canutos o a meterse su raya y a hacer trompos y quemar gomas, con su flamante coche, por las desiertas calles del polígono industrial.

Mi hermano el mayor fue rescatado del contenedor, entre vómitos y apestando a perros muertos, por unos conocidos y otros tantos chavales que desde lejos habían presenciado la rápida escena y vinieron a relatarme luego la historia. Trasladado en ambulancia a urgencias, con una crisis de ansiedad que le costó una sedación inmediata, permaneció en cama dos o tres días.

A mi madre no le contamos nada de lo ocurrido, ni que decir tiene. No fue difícil que nos creyera una excusa tan socorrida como es la del cólico nefrítico, que por otro lado ya se había dado en la realidad, en otras ocasiones. Ni siquiera nos preguntó por el traje, la camisa y la corbata, completamente manchados, y a los que no hubo manera de sacarles los lamparones ni siquiera en la tintorería: esa eterna y tupida venda en los ojos de las madres.

Ilustración de ZOCAr.

Mi hermano el mayor, además, estaba tan asustado que no se atrevió a soltarle una palabra de lo que le había ocurrido en realidad. Tenía y tiene esa capacidad del sufrimiento que se lleva a solas, entre la timidez recelosa por no haber sido capaz de reaccionar a la agresión y el temor al supuesto sermón de mi madre por una falta que él mismo creía haber cometido y de la que se sentía, cómo no, causante y responsable. Así es la culpa.

*

Lo que quería decir es que no pasó mucho tiempo, cosa de un mes o así, hasta que en mi papelería, a primera hora de la mañana, un lunes, se presentó un individuo de piel tostada y mediana edad. Vestía camisa blanca remangada hasta la mitad del húmero y lucía un pelo rizado y espeso y de un brillo aceitoso peinado hacia atrás. Tenía las sienes a medio rapar, las muñecas llenas de pulseras de oro, los dedos de las manos chapados de sortijas y una cara de querer, como mínimo, merendarse a alguien lo antes posible. Y, en ese momento, al único que tenía por delante era a mí.

Aunque vivía bien lejos, en el otro extremo de la ciudad, a la entrada de un barrio poco recomendable, hasta mis oídos habían llegado los rumores de la noble y honrada ocupación con la que se ganaba la vida: los préstamos. Parecía haber entrado a hacer una reclamación indignada en una administración o ministerio cualquiera y que, creyéndose cargado de razón, iba a salirse con la suya, corrigiendo de palabra o como fuese a un funcionario o, incluso, dirigirse con frialdad y hombría, para meterlo en cintura, a uno de sus clientes premiosos.

Ya había empujado la puerta con malos modos. Y directamente, sin saludar, puso aquel catálogo de joyería en el mostrador en lo que me recordó el ruido de aviso de una serpiente de cascabel, con el codo encima y su antebrazo taladrado de tatuajes en vertical, echó una mirada en redondo por estanterías llenas de libros, cartulinas y útiles de escuela y me preguntó sin más preámbulos si conocía a los hermanos Bilielniño.

Y yo le respondí que no tenía el placer de haber sido presentado.

Y él me dijo que qué casualidad. Que cómo es que no había tenido noticias suyas ni los conocía, si todo el mundo se había enterado del asunto y no paraba de comentarlo. Que el mayor había tenido la mala fortuna de tropezarse con un cabrón que le había golpeado repetidamente con una barra de hierro hasta quebrarle las piernas y las costillas. Y que al más pequeño, al intentar salir en defensa del primero, le había roto la nariz, y a continuación la había emprendido con brazos, codos y tobillos. El muy hijo de la gran puta no se contentó con eso. Cuando estaban en el suelo les reventó la cara y los dientes a puñetazos y se lio a patadas por todo el cuerpo sin dejar un hueco por acariciar y, que antes de largarse, se fue para el coche recién estrenado, le rajó las cuatro gomas, le quebró tranquilamente los faros y uno a uno todos los cristales, abolló las puertas y el capó, arrancó los limpias y los retrovisores, hizo picadillo el salpicadero y, luego, sacó una navaja y apuñaló los asientos delanteros y traseros hasta sacarles la espuma y esparcirla por el lugar. Todo eso con un pasamontañas puesto y sin decir una palabra. Finalmente, ignorando los quejidos de sus hijos, tirados y heridos por los suelos, se quitó de en medio como un gallina de mierda. Y fue listo, ese cabronazo, porque los pilló en tierra de nadie, desprevenidos, y les gaseó antes los ojos con pimienta. El coche ha quedado hecho unos zorros y sus hijos tal vez no vuelvan a comer nada más que sopas y papillas ni puedan andar como es debido en su vida, si no se ayudan de muletas. Debería verlos en el hospital, hinchados y desfigurados por los golpes, con un montón de huesos y de costillas rotas y morados como nazarenos. Seguro que eso no habría pasado de haber estado él allí presente. Y, claro, ocurre que hablando un poco por todas partes se había enterado de lo que les había ocurrido con mi hermano, en los llanos del botellón, hacía unas semanas, y quería informarse personalmente si yo estaba al corriente de algo.

Quizás esperaba que me achantara, oír que no quería follones, que tenía un negocio, mujer y tres hijos pequeños y que ni era mi estilo ni tenía dinero para haberle encargado a otro un trabajo como ese en mi lugar.

Sin embargo, en vez de eso, en un repentino oleaje de sangre que se me subió a la cabeza, me sorprendí a mí mismo arreando un porrazo en el cristal del mostrador con la mano abierta y respondiéndole que qué coño se creía viniendo a mi papelería con esas maneras, sin educación ninguna, a contarme gilipolleces, a hacerme perder el tiempo, que yo, los sábados por la noche, descansaba como una persona honesta después de ganarme un jornal para mantener a mi familia y no andaba por ahí de colocones ni de borracheras ni de peleas, que si quería soluciones que fuera a quejarse a algún chorizo, camello o moroso o a denunciarlo a la comisaría o a la guardia civil, que repasara la nómina de sus enemigos y que me dejara en paz, que no tenía nada que ver en el asunto ni ganas de visitar a sus dos hijos en el hospital, que allá reventaran con sus trapicheos y sus historias y que eso se lo habrían buscado ellos solitos por chulos y por cobardes, por todo lo que harían los sábados por la noche vacilándole a todo el mundo, y que ahora el botellón estaría un poco más tranquilo sin ellos, pero que si por alguna casualidad hubiera tenido algo que ver en toda esa payasada que no me concernía, no se me habría olvidado pegarle fuego al coche.

Mano de santo, lo de meterle fuego al coche.

Observé cómo se fue tragando, supongo que porque no las esperaba, una a una cada palabra, cada frase, sin rechistar, con unos ojos enrojecidos, tan fijos e inmóviles en los míos, que parecía que iban empezar a arder o a salírsele de las órbitas, cómo apretó el borde del mostrador después de levantar el codo, un temblor de sonajero en los antebrazos con tanta esclava, su cara de desconcierto, que fue cambiando, a medida que yo le hablaba muy sereno y en voz baja, pero con firmeza, del tostado al granate, cómo sin decir ni mu, giraba el cuerpo, me daba la espalda, escupía en el suelo, abría la puerta con modales violentos, los mismos que había tenido al entrar, agarraba con fuerza una hoja y daba un portazo.

Quedé de pie, tras el mostrador, en la papelería desierta a esa hora temprana, casi coagulado, en una inmovilidad suspendida, sin saber qué hacer, los cristales de puerta vibrando, con esas palabras y la imagen de la cara del tipo, escenas imborrables que iban y venían, golpeando sin cesar en mi cabeza como ese vidrio que quedó repicando por el manotazo, con cada una de mis frases dichas muy bajito flotando en la tienda, y la mano dolorida y algo temblona que revoloteaba por el mostrador, cambiando en círculos concéntricos, incesantes, por su superficie, una caja de lápices por una de gomas de borrar, una hilera de bolígrafos por un paquete de folios, un puzle por un best-seller y mi cuerpo todo nervio y extrañado por mi propia respuesta y reacción.

*

Esperaba jaleo, lógicamente. Sabía cómo eran aquellos miserables, de qué pasta estaba hecha la familia. Ya había andado en guardia previamente, porque el cuento del contenedor había circulado de boca en boca entre cierta gentuza y así le había llegado a aquel individuo, que por muy obtuso que fuera no tardó mucho en relacionar ambos sucesos. Pero aquella visita en persona acabó resultando algo más que incómoda y vehemente.

Y confieso que, en los días que siguieron, no dormí tranquilo. Volvía a rememorar una y otra vez la extrema violencia del suceso, el aire malsano de aquel individuo y su bisutería resonante, sus tatuajes de santos, los negocios a los que se dedicaba. Miraba a mi espalda en mis paseos por el parque con mis hijos de la mano. A cada instante, vigilaba la puerta de la papelería desde la ventana de en frente del piso donde vivíamos, en los días de descanso. Al cierre, nunca olvidaba asegurar bien la persiana metálica, comprobar si la alarma estaba puesta, activar la cámara. Por la noche, me daba la vuelta con mucha suavidad en la cama para que mi mujer no se diera cuenta de que andaba inquieto y desvelado. Y alguna vez preguntaba, dejando caer la historia como el que no quiere la cosa, a alguno de mis clientes, que qué se sabía de los Bilielniño.

Que ya habían salido del hospital, escayolados y hasta arriba de vendajes, tablillas y cabestrillos, que por poco no habían acabado en silla de ruedas. Que el padre había presentado denuncia en el cuartel de la guardia civil por intento de homicidio, agresiones y violencias, con resultado de invalidez. Que no se sabía nada del agresor o de los agresores.

De modo que, a pesar de mi inquietud y mis desvelos, no llegó a ocurrir nada de relieve. Bueno, sí. Miento.

Habían pasado unos meses en los que mal que bien el asunto se había ido dejando de lado, enterrado en fines de semanas de más peleas y más alcohol, más bolsas de plástico, más tiendas de chinos, más trompos de coches por el extrarradio y más diversión simiesca —con todos mis respetos para los monos—, en la que mi hermano mayor ya no se vio enredado. Creo que tal vez por miedo a aquellos ambientes que no controlaba o porque, escarmentado, prefirió pasear sus elegantes trajes por sus pubs de siempre, hasta que todo aquel suceso y sus consecuencias parecieron caer definitivamente en el olvido.

Recibí entonces, en una de aquellas tardes tranquilas, en las que me veía a solas en la papelería, una vibración en el móvil. Un mensaje. No tenía texto. Sólo un enlace.

Pinchando en él, degusté completa esa escena cinematográfica final en la que William Munny regresa a un poblacho perdido en el desierto, bajo una formidable tormenta, e irrumpe en su cantina, cochambrosa y oscura, atestada de supuestos valientes, para vengar a tiros la muerte de su amigo Ned.

Alguien sabe que tardará en borrárseme la sonrisa de la cara y, que si bebiera alcohol, habría brindado a su salud, con un buen trago de güisqui de por medio.

 

Manuel Gómez Angulo

Autor/a: Manuel Gómez Angulo

Manuel Gómez Angulo es Licenciado en Filología Francesa por la Universidad de Sevilla y de Filología Hispánica por la de Granada. Profesor emérito del IES. Padre Suárez de Granada. Traductor de poesía, novela y ensayo, colabora habitualmente con la revista El coloquio de los perros y en el Boletín de la Academia de Buenas Letras de Granada. Fue premio de cuentos Alcotán y ha publicado un volumen memorialístico 'De memoria' (Tréveris, 2003) y la traducción del primer volumen de la trilogía 'En la Alemania Nazi' (A la sombra de la Cruz Gamada) de Xavier de Hauleclocque.

Comparte en
468 ad

2 Comentarios

  1. Ya he tenido la oportunidad de agradecerte tus comentarios de palabra, Juan Manuel. Lo hago ahora por escrito. Muchísimas gracias por leerme (intentaré seguir en la escritura muy especialmente para los que me conocéis) y un fuerte abrazo de Manuel.

    Post a Reply
  2. Magnífico relato con connotaciones autobiográficas. Al ser contemporáneo, entiendo que estas situaciones son comunes a personas, personajes y personajillos, que para divertirse recurrían a la humillación del más débil, la suerte es que en esas familias tan amplias, de entonces, siempre contaba con un fuera de ley cualquiera, en busca de botas rojas con los que arreglar sus cuitas. Un abrazo amigo y sigue, se te lee

    Post a Reply

Envía un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *