La dramática nostalgia por Sefarad que los judíos procedentes de allí continúan –tras siglos de desarraigo– sintiendo tiene su manifestación más emblemática en la llave, esa llave que guardan muchas familias sefarditas desde hace más de quinientos años, la llave de la puerta que ya no existe de la casa que ya no existe, pero que sigue abriendo la puerta de la memoria.
En la tradición oral la llave, muchas veces, funciona como símbolo de libertad: abre el acceso a otro mundo que los verdugos nos niegan y sintetiza la inteligencia de dar con la cerradura correcta. Igual que las comunidades sefarditas han fundado su derecho a la patria en la llave familiar, así la canción tradicional pone en boca de mujeres el arcaico símbolo de la llave para aventurar su destino. Para cantar el Matarile las niñas se sitúan en dos grupos, frente a frente, y mantienen el siguiente diálogo-canción: “-¿Dónde están las llaves, matarile, rile, rile?, / ¿dónde están las llaves, matarile, rilerón? / -En el fondo del mar, matarile, rile, rile… / -¿Quién irá a buscarlas? / -Irá Merceditas. / -¿Qué oficio le pondremos? / – Le pondremos costurera / -Ese oficio tiene multa. / -Le pondremos peinadora. / -Ese oficio no lo quiero… «.
Los oficios tradicionales asignados por el grupo nunca fueron del gusto de las niñas, que repetían hasta el infinito su negativa a ejercer de costureras, peinadoras, planchadoras o incluso secretarias, dejando siempre el juego sin resolver. En la memoria cultural femenina podría estar la clave de esa llave, a la que una solo se aventuraría a ir buscar hasta el fondo del mar a cambio de poder abrir la puerta a un sitio más digno. En muchos relatos de la tradición oral (cuentos y romances) las que tienen las llaves son las mujeres poderosas o, en el peor de los casos, transgresoras del sistema patriarcal.
Así la proverbial adúltera Albaniña, hastiada de un marido ausente y exigente, que recibe al amante maldiciendo al esposo: “Pase, pase, caballero una nochecita o dos, / mi marido está de caza en los Montes de León, / para que no vuelva más le echaré una maldición: / cuervos le saquen los ojos, águilas el corazón / y los perros con que caza lo saquen en procesión”; y recibe al esposo ocultando al amante y fingiendo que su “color mudada” se debe a otra razón: “Ni yo tengo calentura, ni yo tengo nuevo amor, / que se perdieron las llaves de tu lindo comedor”.
Las mujeres añosas y crueles, envidiosas de la renovación de la vida representada por las jóvenes, tienen asimismo la llave y la usan para encerrar a estas últimas, castigándolas con el hambre y la soledad. Actúa así la reina madre del romance del Conde Niño, para prohibir a su hija adolescente que vaya al encuentro del amor; y así también la protagonista de La mala suegra, que vigila a su joven nuera parturienta “por el ojo de la llave” esperando el momento de malograrle el parto.
Como los sefarditas desterrados, las mujeres llevamos siglos viviendo en una diáspora imaginaria que nos aisla a las unas de las otras y nos hace pensar que la llave que guardamos no abre ninguna puerta que dé a la felicidad. Hay en nuestra memoria cultural una honda y fatídica certeza de que la llave solo cierra y de que el encierro es el castigo; cuando nos hacemos poderosas caemos en la tentación de encerrar a las otras y a los otros; y confundimos fatalmente el significado de la llave cuando solo entre rejas nos sentimos amadas: Cárcel de oro.