Los abrazos perdidos

Días de confinamiento. No sé cuántos llevamos ya. He perdido la cuenta.  No quiero llevar la cuenta. Con el paso de las horas, de los días, los actos más sencillos y cotidianos, los que no siempre sentíamos de manera consciente como instantes de felicidad, se extrañan cada vez más. Son lugares comunes, nada distinto ni especial de lo que valora cualquiera. Un paseo al borde del mar, una siesta bañado por el sol de primavera, un atardecer, una comida con amigos alrededor de unas botellas de vino, risas, discusiones… Lo dicho, nada especial, pero todo esencial. Volverán.

No volverán, sin embargo, los abrazos, los abrazos perdidos, los que ya son irremplazables, porque no se dieron cuando tocaba. Los que hubiéramos querido dar a los hijos que están lejos y sabemos preocupados; a los padres, temerosos de exponerlos a riesgos innecesarios; los que no pudieron servir de mínimo consuelo a una amiga que tiene que enterrar a su madre…. No es fácil de aceptar.

Durante estos días aprovecho entre otras cosas para ordenar fotografías. Entre ellas tropiezo con dos pinturas que me hacen pensar en lo anterior.

Cuando todavía se podían visitar los museos, los visitantes de la Galería Belvedere perdían la compostura al entrar en la sala donde cuelga El beso (1908) de Klimt, la obra más famosa de toda la colección. Un público ávido de fotografiar y fotografiarse frente a uno de los iconos del arte del siglo XX se amontonaba en tropel alrededor de ella. Obra maestra de la época dorada del pintor austriaco, delicada y sensual. Demasiado delicada y lírica quizá para mi gusto. El estallido cromático es tan intenso y suntuoso, tan complaciente la captación de los detalles, que el gesto del abrazo de la pareja solo puede ser deliberadamente amanerado y artificioso, como  corresponde a una escena en la que, definitivamente, lo estético termina casi por velar lo narrativo. Emociona el conjunto, no la sinceridad de la escena que, por otra parte, es de  una cuidada ambigüedad. El leve gesto de la mujer apartando al hombre nos hace dudar si realmente estamos ante Los enamorados que Klimt quiere hacernos creer —así tituló la obra cuando se exhibió por primera vez en Viena—, o ante una perversión del mito de Apolo y Dafne, haciendo pasar por caricia lo que en realidad es el gesto de rechazo de la ninfa, que prefiere convertirse en laurel antes que entregarse al dios, al que no ama.

Unas pocas salas más allá, dos amantes, repiten casi el mismo gesto. Sin embargo, ante ellos no se agolpa ninguna multitud, y se dejan ver y admirar con el sosiego que precisa el arte. El abrazo (Pareja de amantes II) (1917) nos enseña los trazos gruesos, enérgicos y apasionados, de Egon Schiele, inconfundibles. Sobre el fondo arrugado de unas sabanas blancas, ajenos por completo a todo lo que sucede fuera de aquel lecho, sin saberse observados, una pareja desnuda se funde en un expresivo abrazo. Los cuerpos se entrelazan con fuerza; ella acaricia con ternura la mejilla de su amante; él se refugia en ella, se entierra en sus cabellos negros, largos, espesos, esparcidos por el lecho y más allá del marco. A diferencia de Klimt, ni el contraste de color, ni el trazo, ni la línea, nada es capaz aquí de distraernos de esta exhibición entrañable de amor.

Una escena de una ternura y delicadeza inimaginable en Schiele hasta hace bien poco. L’enfant terrible de la vanguardia vienesa se ha enamorado como un colegial —“que soy el Tony, tronco, a mi no me vas a enrollar”, le habría dicho Aute—. Atrás han quedado sus pinturas más descarnadas, sus desnudos más procaces, los que le llevaron a la cárcel unos meses acusado de pornógrafo y de corrupción de menores. El milagro lo ha obrado Edith Harms con la que se ha casado un par de años antes y que se convierte desde entonces en la modelo de todas sus pinturas. Poco a poco su pintura pierde la agresividad de antaño y se inicia lo que sus biógrafos bautizan como estilo semiclásico.

Desgraciadamente, no duró mucho tiempo más. Un año después, en circunstancias similares a las actuales, Edith, embarazada de seis meses, muere el 28 de octubre de 1918, y tres días más tarde Egon Schiele,  víctimas de la pandemia de gripe que se llevó por delante a veinte millones de personas solo en Europa.

 

‘El beso’. G. Klimt.

 

Imagen de portada: ‘El abrazo (Pareja de amantes II)’. Egon Schiele.
Gonzalo Durán

Autor/a: Gonzalo Durán

Gonzalo Durán es profesor. Desde hace varios años se dedica a la divulgación del arte a través del blog 'Línea Serpentinata' y colaboraciones en diferentes medios de comunicación.

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