Estos días me ha dado por reflexionar sobre los hechos que marcan la vida de una vivienda. O, visto de otra manera, las viviendas que marcan una vida. Pensando en las casas en las que he vivido a lo largo de mi existencia creo poder identificar un suceso o quizás una sensación que ha marcado mi paso por ese lugar. El poso que dejan en mi memoria. De alguna forma una casa es una vida y el cambio de casa implica de manera inevitable una ruptura con un pasado y el comienzo de un futuro. Incluso las habitaciones de hoteles o las casas de amigos que nos acogen por una temporada son parte de una de nuestras muchas vidas condensadas entre cuatro paredes que representaban una etapa, siempre marcada por algún acontecimiento.
La casa de mi infancia en Puerto Real es de la que más tiempo he sido ocupante, el hogar nuclear –término hoy en día tan criticado– aloja todos mis recuerdos de niñez y adolescencia. Ahora, extrañamente se ve despojado de todo sentimiento de hogar, pareciéndose más a un piso compartido en el que convivía con mis seres más queridos. Fue la casa amarilla de Batán mi primera residencia “propia”, donde se llevaron a cabo mis proyectos de libertad y donde ahora siento que fui verdaderamente feliz. Estaba este piso situado en un período intermedio y tambaleante pero muy afortunado en el que no era ni la niña del hogar materno, que vivía bajo las normas de otros, ni la adulta más escéptica (como son todos los adultos en comparación con los adolescentes) en la que me temo que me voy transformando. Dos años después, fue mi vivienda por un período no tan corto un Toyota Yaris que me llevó, tras un largo recorrido, a la casa de Tooting Brodway, en Londres. Ese hogar era pequeño, oscuro y húmedo por la adrenalina en la que estábamos sumergidos sus inquilinos: otro país, otro idioma, los primeros empleos. En definitiva, la ambivalencia del extranjero.
Más tarde llegó mi segunda residencia en Madrid, “de cuyo nombre no quiero acordarme”, la que, para salir del paso –aquí, en este texto– podría llamar vivienda de tránsito. Ésta me llevaría a donde estoy ahora. Mi casita de Maragall en Barcelona, más pequeña de lo que me gustaría, pero inundada de calma y tranquilidad. Mi casa refugio. Mucho me temo (o me alegro) que esta vivienda quedará en el recuerdo como el hogar del confinamiento, el amparo que nos aislaba, a estos cuatro inquilinos, de esto que nos está pasando y que nos está permitiendo pararnos a pensar largo y tendido. Me gusta tratar de imaginar cuál sería la vida de la pareja que parece ser que habitaba este espacio antes que nosotros, cómo de felices o infelices serían o cuál fue el sentimiento o el suceso que destacó su paso por aquí. Sería interesante poder reunir a los inquilinos de un mismo hogar a lo largo de toda la historia y ver qué relatos en común tienen todos ellos.
Algo me dice que un hogar tiene más culpa de la que pensamos de lo felices o infelices que somos en el momento en el que lo habitamos. Y no quiero parecer mística con esto, no estoy hablando de las posibles “energías que transmite una casa” o de si sus fantasmas todavía pertenecen a ella, hablo de cosas mucho más mundanas como la orientación del habitáculo en relación a los puntos cardinales y en consecuencia en qué cantidad el sol le entra por sus ventanas, si es fría o no, si está en las alturas o a ras de suelo, y un largo etcétera.
Un hogar es algo que todos sabemos valorar, pero quizás más sabemos hacerlo en estos momentos en que estamos obligados a permanecer en ellos. Ha de ser, cuanto menos curioso, que te obliguen a confinarte en algo que no tienes, lo que ahora experimentan muchas personas, a la par que otras aplauden al pasacalle policial desde sus ventanas. Quisiera pensar que esto último es solo una secuela más del aislamiento.
Esta fuera de nuestro alcance decidir qué suceso marcará nuestra vida en una casa y es siempre un misterio y una incertidumbre con la que debemos lidiar. Sobre todo, porque lo que podemos considerar el suceso clave puede ser superado por otro mayor con más facilidad de la que esperamos.
1 abril, 2020
Muy buen artículo. nosotros vivimos en Arcos, en una casa antigua. Me gustaría poder reunir a todos los que en los tres últimos siglos la han habitado, charlar con ellos sobre esta casa nuestra, porque yo creo que una casa alberga tanto a los vivos como a los muertos que vivieron en ella.
2 abril, 2020
Estoy segura de que sería una reunión peculiar y variopinta, Josefa. Me alegra mucho que te haya gustado.