Me cuenta la guía turística de la basílica leonesa de San Isidoro que el gallo de bronce, de considerables dimensiones, que allí guardan fue veleta del campanario hasta 2001. Lo desmontaron entonces como primer paso para acometer la restauración de la torre y para sorpresa de todos encontraron en su cola acaracolada restos de un panal de abejas que, sometido a la prueba del carbono 14, habló de que el gallo-veleta databa al menos del siglo VII. Según los expertos, la hermosa figura fue probablemente regalo de algún rey persa a algún califa omeya y así cruzaría el Mediterráneo. Luego, cuando la reconquista cristiana fue avanzando y el comercio de tesoros y reliquias se hizo delirante, el gallo llegaría a León, quizá al mismo tiempo que el Cáliz de doña Urraca –guardado en la misma basílica-, quien tan caprichosa se mostró en la adquisición de objetos de esta índole.
Ante el relato de la guía, la mujer que nos acompaña en la visita se muestra contrariada; no le parece bien que el gallo de bronce sea persa y pagano y prefiere quedarse con su propia teoría: la figura es una réplica en bronce del gallo pintado en el techo del Panteón de los Reyes, icono de las negaciones de San Pedro. Gallo castizo pues, autóctono, no oriental.
Así (contrariados) podríamos sentirnos si llegamos a la capital de León con la certeza de que vamos a encontrar la mejor mesa alrededor de la cecina y las legumbres maragatas; y sorprendidos podemos quedarnos de que, en vez de eso (más aconsejable de buscar en el León rural), algunos de los sabores orientales más trabajados y conseguidos los hallemos en León. Como si los gustos caprichosos y sofisticados de doña Urraca formaran parte de la memoria cultural de la ciudad.
Entre el Barrio Húmedo y el Barrio Romántico, a la derecha y a la izquierda respectivamente de la hermosa y transparente Catedral, se apiñan bares, tabernas y restaurantes como se apiña la propia gente de León entre las pequeñas calles de su casco histórico, haga calor (raro) o frío (siempre), gente paseante pero no bulliciosa, gente plácida a la que es raro ver tomando coca-cola y que conversa en voz baja con una copa de vino (prieto picudo o bierzo).
En este ambiente han florecido sitios de comida oriental refinadísima, no elaborada por orientales, sino por esos leoneses que presumen del origen persa del gallo del campanario. En una de las calles que desemboca en San Isidoro se esconde El clandestino, opción gastro-bar, delicioso espacio de dos plantas y dos ofertas gastronómicas maravillosas: en la planta de abajo (con patio verde y espacioso para fumadores) es imprescindible probar la ensalada de algas, el tiradito de pez mantequilla (inefable) y el pulpo asado sobre gofre de patatas; hay también concesiones a la tierra, pero tamizadas por el buen gusto y la liviandad oriental, como las hamburguesitas de morcilla y manzana, preciosa actualización del borono tradicional. En la planta de arriba, sin concesiones al gallo de San Pedro, el Koi ofrece una carta estrictamente japonesa, bilingüe para quien quiera deleitarse con el silabario alusivo al miso o el wakame.
Desde el ventanal del Sibuya puede contemplarse la Casa Botines y comer así pensando que Gaudí tuvo, al llegar a León, la misma inspiración y los mismos caprichos orientalistas que doña Urraca. El Sibuya, regentado por un grupo de jóvenes leoneses, testimonia rotundamente eso que Ferrán Adriá se empeñó en decir hace veintitantos años: la revolución gastronómica vendrá de Oriente. Del Sibuya (“urban-sushi-bar”) es recomendable todo y el buen ánimo de sus dueños te invita a plantearte el reto de probar cada uno de los particulares sabores que se despliegan en makis, uramakis, sashimis y nigiris.
En el Barrio Húmedo hay, finalmente, un rincón muy especial en el que se han encontrado sofisticada y románticamente la cocina francesa y la oriental, aparejadas bajo un nombre castizo: La Mary. Mantelitos bordados y luz perfecta para compartir, por ejemplo, unos tacos de berenjenas con alioli de soja y miel de caña o un bacalao gratinado a la suave muselina de ajo… O para no compartir el delicioso pato con puré de calabaza y mango.
Lo dicho: para ver un auténtico gallo persa hay que ir a León.