Al libro V del poemario Follas novas (1880) lo titula Rosalía de Castro As viúdas dos vivos e as viúdas dos mortos. El oxímoron “viuda de vivo”, usado popularmente todavía en la Galicia rural, parece originarse durante el siglo XIX, cuando miles de hombres se vieron obligados a emigrar a Cuba: huían del hambre y la miseria, y acudían a la ingente demanda de mano de obra que allí se había producido a raíz de la abolición de la esclavitud. Algunos regresarían, unos pocos como indianos ricos, muchos con lo puesto, pero de otros jamás se volvería a tener noticias en su tierra natal; fueron esos los que dieron lugar a estas viudas de vivos que Rosalia de Castro retrata como Penélopes en eterna espera y a las que concede voz en sus versos.
La frecuencia de estas “viudas blancas” -como también se las llama- en la cultura rural gallega se registra, no obstante, mucho más atrás en el tiempo. De hecho, la misma Rosalía de Castro deja constancia de una copla popular alusiva al tema en sus Cantares gallegos (1863): “Si o mar tuviera varandas, / fórate ver ao Brasil”. Canciones populares en las que una y otra vez surge la voz femenina expresando el lamento de la ausencia y en las que, evidentemente, se identifica siempre el primer eco de las cantigas de amigo gallego-portuguesas: “Ondas do mar de Vigo, / se vistes meu amigo? / Ondas do mar levado, se vistes meu amado? / E ai Deus!, se verra cedo?”. Canciones que proliferan, en sus diversas formulaciones, junto al mar, ese mar sin barandas que establece una distancia infinita e irremediable. Como en el romance de La pesarosa, cantado cada año en la Salea de Llanes, Asturias, una procesión marítima mitad profana mitad religiosa que tiene como centro enigmático a una mujer que espera: “Mi corazón largo tiempo / a un marinero adoraba. / Estando yo pesarosa / en una peña sentada / mirando el mar y sus olas / que la ribera borraban, / vi venir una barquita / que a la playa se acercaba…”. Canciones, en fin, que fueron trenzando la voz anónima del pueblo con las plumas más cultas y sofisticadas, que –paradoja– desviaron a la proverbial mujer sola hacia lo tabernario y depravado: hablo de Ojos verdes o Tatuaje, por ejemplo, pero ese es otro cantar.
Las coyunturas económicas, el devenir social y la poesía popular parecen haberse aliado en Galicia para expresar una cultura aldeana que, desde el punto de vista antropológico, se muestra netamente matriarcal y que expresa, por lo demás, la relevancia de la familia monoparental no como conquista moderna de la autonomía de la mujer, sino como ancestral invención para la supervivencia. Ante el arraigado valor identitario que las viudas de vivo tienen en la cultura gallega, la etnografía de género se debate entre extremos a la hora de valorar esta institución tradicional.
Las viudas de vivo son consideradas, por algunos, como una histórica lacra social que expresa con desgarro el devenir de la pobreza y la resignación en la tierra gallega: “Cuando el gallego pasa hambre no se deprime, sino que emigra”, reza el refrán. Del otro lado está la sugerente consideración del fenómeno como una manifestación del particular libre albedrío que parecen ostentar las mujeres en Galicia desde siempre. Condición libertaria que se reclama últimamente para la propia Rosalía de Castro, alejándola así de ciertos clichés que los manuales franquistas de literatura quisieron transmitirnos (“Yo soy libre. Nada puede contener la marcha de mis pensamientos, y ellos son la ley que rige mi destino”); y condición libertaria que se traduciría en ciertas constantes de la sociedad gallega, como la mayor permisividad moral hacia la homosexualidad femenina o hacia la maternidad asumida en solitario, o el indiscutible protagonismo de las mujeres en la lucha contra el narcotráfico.
¿Son, por consiguiente, las viudas blancas un símbolo del sometimiento de la mujer a estructuras patriarcales o –casi por el contrario– se trata de una figura que proclama sutilmente la posibilidad real de una feminidad del todo subjetiva y libre?
Las imagino. Pienso en ellas acompañando a las viudas de muerto en sus rezos y paseos, en sus tertulias, en su trabajo en el campo y con los animales… Y se me ocurre que quizás las viudas de vivo desearían ser viudas de muerto, por ser menos doloroso, porque estas pueden ir al cementerio y pueden andar por la casa hablando con sus difuntos, contándole mil cosas, sus cosas, porque con los muertos se puede hablar, ya se sabe, te escuchan, pero con los vivos no, es imposible.
29 mayo, 2020
Estupendo artículo, como siempre, ¡qué mujeres y que historias!, aunque yo cambiaba el dibujo de Van Gogh por uno de Castelao, cousas de galegos.
30 mayo, 2020
Gracias, Gonzalo. Es verdad, olvidé a Castelao… Imperdonable