En 1985, Robert Millar, un escocés pequeñito y con pendiente —mucho después pasó a llamarse Philippa York, pero esa es otra historia— perdió la Vuelta Ciclista a España en la penúltima etapa.
El otro protagonista: Pedro Delgado. El cautivador Perico. Acababa de rubricar la ficha más alta de la historia del ciclismo hispano. Joven, simpático, con su punto chulapo. Todo un ganador. Pero se hallaba a más de seis minutos del líder, a la sazón, el escocés.
La carrera española, por entonces, andaba de capa caída, no tenía el tirón mediático de ahora. No ganaban nunca los nuestros. Necesitaba un revulsivo. Algo que atrajese la atención del desencantado televidente hispano.
Era vital, pues, un campeón español.
Y en la penúltima etapa de que les hablo sucedieron cosas.
Pensec y Simon son los gregarios que han de ayudar a Millar a llegar de amarillo a la meta. En determinado momento, sin embargo, las barreras del ferrocarril se cierran ante ellos. El reglamento es cristalino. Habrán de esperar a que se levanten. Así es el ciclismo en ruta. Aguardaron más de tres minutos y no apareció vagón alguno. La máquina jamás llegó.
Al director del equipo de Millar la poca información que le llegaba en carrera era en español, mal hablado, y en cuentagotas. No tenían ni idea de que Perico estaba escapado. De tal modo que, cuando vinieron a enterarse, el corredor segoviano le sacaba a Robert Millar cerca de siete minutos.
Perico Delgado se vistió de amarillo. Y ganó su primera Vuelta. La de todos los españoles.
Peio Ruiz Cabestany, compañero de Delgado, dicen que comentó: ‘Pero qué cabrón, qué grandísimo cabrón. Lo ha hecho. Ha ganado la Vuelta’.
Todo esto lo veo, o lo imagino, en la pantalla, desde mi habitual duermevela de después de almorzar, huyendo por unos instantes de las noticias, evadiéndome —con la mente— del confinamiento.
Al levantarme, dispuesto a ocupar con alguna actividad el vacío existencial que nos atosiga estos días, advierto una última imagen en el televisor. Se trata de una toma aérea, desde un helicóptero: “Españoles, valientes, que no gane el del pendiente”, invoca una pancarta en la falda de algún puerto de primera categoría.
Sonrío.
Salgo al balcón y enciendo un pitillo. La anécdota —real—, plena de épica ciclista, me traslada por un momento a época ya tan lejana y agreste. Otros tiempos, que diría el gran fotógrafo gaditano Pablo Juliá. Reflexiono también acerca de asuntos no tan épicos, nada lejanos. Palabras como picaresca, simulación, artificio, mentira, podredumbre, se entremezclan en el aire con las volutas caprichosas del humo.
Cada cual extraiga sus propias conclusiones y moralejas.
Regreso al salón y comienzo a leer Historia de España contada para escépticos de Juan Eslava Galán.