—¿Es usted el de los Desencuentros?
—Según.
—No, no, no. Es usted. Sin duda. Chóquela.
—No podemos darnos la mano. De hecho, no deberíamos estar aquí.
—¿Por qué no? Yo tengo un perro. Y usted una bolsa con pan.
—Ese perro es de peluche.
—No me sea tiquismiquis, hombre. Además, ¿quién me dice que ese pan no es de plástico?
—Yo se lo digo.
—¿Sí? Pues déjeme darle un bocado.
—¿A mí?
—No. Al pan.
—Está prohibido.
—¿El pan?
—Dar bocados. Y estar en la calle, ociosos, como nosotros.
—Caminemos pues. Le acompaño.
—Pero sepárese. Por cierto, creo que yo voy en dirección contraria.
—¿Cómo lo sabe? No le he dicho dónde voy.
—Pero usted venía. Y yo iba.
—Ajá. Un listo. Y un presumido. De ahí esos ridículos guantes.
—Son para no contagiarme.
—¿De qué?
—De usted.
—¡Eso no me lo dice usted desde su balcón!
—Esta tarde a las 8.
—Allí estaré. ¿Dónde vive?
—No se preocupe. Me reconocerá. Aplaudo a cámara muy lenta. Plasssssssss. Plasssssssss. Y así.
—Perfecto. Se va a enterar.
—Ya veremos. Y ahora, váyase. Se acerca un policía.