Paraguas, Picasso y focas monje

La lluvia nubla la idea. Si andas en una ciudad enorme y desconocida, además, genera cierta confusión. Desorienta. Así nos amaneció el segundo día en Izmir. Así permanecería toda la jornada.

La idea era visitar Asansor, un antiguo barrio judío en el que se construyó en 1907 un elevador, activo actualmente. El ascensor, que terminaría dando nombre al quartier, transporta bienes y personas entre las partes alta y baja. Pero no teníamos mapa. Internet fallaba. La lluvia te nubla y te conduce al paraguas. Con el paraguas abierto y caminando por las calles de Izmir observas de pronto tus nada apropiadas sandalias avanzar de charco en charco. Tal estado de cosas, tras desayunar, te arrastra a un giyim mağazası (tienda de ropa) para enfundarte calzado adecuado y unos calcetines. Así de prosaicos son los viajes —si no has sido muy espabilado en tus previsiones.

Entrada al elevador de Asansor.

Nos desplazamos en tranvía a la plaza del Reloj, pues sí sabemos que en sus cercanías hay una Oficina de Turismo. Bajo la lluvia, las familias, los limpiabotas, los loteros, los músicos callejeros, los mendigos, N. y yo, nos agolpamos en los pocos refugios que la gran plaza ofrece. Un árbol da cobijo a un grupo de romaníes sentadas sobre el césped. Una de ellas interpreta el futuro en las líneas de la mano de una joven. Un vendedor de simit (rosquillas de pan con arrope y semillas de sésamo) toma un té. Dos hombres se saludan entrechocando levemente sus frentes. Un músico entona una balada acompañado por su laúd árabe. Un cartel anuncia la proximidad de la Oficina y hacía allá nos encaminamos, paraguas en ristre. La Oficina —a la entrada de Kemeralti— es un extraño ventanal de mármol cubierto por una celosía de hierro que más pareciera un reclinatorio, en plena calle, junto a una tienda de trajes. Hay que inclinarse, ciertamente, para estar a la altura de la ventanilla tras la cual un empleado, sumido en una oscuridad de sótano, nos ofrece un pequeño mapa y nos indica cómo llegar a Asansor.

Cuando por fin alcanzamos la entrada del elevador —sin tregua de lluvia—vemos que se encuentra en una coqueta calle presidida por un busto de Darío Moreno, un cantante sefardí que se hizo muy famoso en Turquía y en Francia en los 60 por sus divertidas versiones en variados idiomas —su gran hit fue Ya Mustafa— y que vivió aquí durante un tiempo. El uso del ascensor —una obra de ingeniería hermosa y eficiente— es gratuito y salva una considerable pendiente. Lo utilizan a diario muchos ciudadanos. La parte superior está acondicionada como mirador, con unas vistas excepcionales del barrio, de la ciudad y de la costa de Esmirna. Al día siguiente, con un sol espectacular, repetiríamos visita. Pero tras la primera toma de contacto —no se podía estar arriba, con la lluvia y el viento— deambulamos por las calles del barrio de Asansor hasta que, para nuestra sorpresa, nos encontramos de improviso en la ladera de Karantina, el cuartel general. Habíamos tenido la idea —de tan nublada— a la misma vera, nos reímos, y decidimos al fin que la perspectiva de un día de lluvia leyendo cómodamente no resulta en absoluto un mal plan, y ayudará, además, a aclarar ideas y escurrir desconciertos. Tenemos provisiones. Petros Márkaris, Andrea Camilleri, Elisa Victoria, Jim Thompson, Luis Sepúlveda, Mara Meimaridi, Yaşar Kemal. Antes de ello, claro, almorzamos, cerquita, en el restaurante Muzon, amplio y agradable, vacío a esas horas.

 

Kizarmis kalamar.

Los calamares con alioli de hierbabuena y nueces aliñadas (kızarmış kalamar) estaban espectaculares, como todos los fritos turcos. De hecho, es un plato que repetiríamos. Hay muy buen pescado en Esmirna, como le quedó claro a N. con la lubina a la plancha (ızgara levrek). Pedimos ensalada griega. Qué sabrosos los tomates, los pepinos, los pimientos, el queso feta.

Más adelante, un día soleado, mediterráneo, la idea resplandeció desde el desayuno en nuestras mentes concertadas. En el Centro de Arte Arkas, en el distrito de Konak, se inauguraba la exposición «Picasso: el arte del espectáculo». Cuadros, bocetos, esculturas y fotografías, hasta completar ochenta y tantas obras del pintor malagueño, centradas en su interés por los espectáculos, la danza, el circo, el teatro, las corridas de toros. Resultó un maravilloso asombro. A la salida había una larga cola de jóvenes esmirneos.

En esta zona del Kordon el área de ocio es mucho mayor, apenas circulan coches y ni siquiera pasan los tranvías. Hay mucha gente pescando, grupos tomando el sol en la hierba o paseando frente a la gran bahía, hoy con mar picado.  Comimos en el Club Ege Vera. Sardalya tava. Ellos llaman sardinas a lo que nosotros boquerones. Fritos, son una delicia. karides güveç. Camarones —por el tamaño se dirían gambas— salteados con verduras, hechos al horno con queso cheddar rallado y mantequilla, y servidos en cazuela. Irresistible.

Sardalya tava

Cuando tomábamos un çay (té turco) un niño se nos acercó para vendernos unos jabones que llevaba en una caja de cartón. Gestualmente nos demostró que sirven para lavarte todo. Pero todo todo. Consiguió su objetivo, claro.

Otra comida urbana. En Restaurante Bogazini:  Sote tavuk: alitas de pollo sazonadas. Berenjena Kebab: albóndigas de cordero, tomates picados, pimientos, berenjenas secas y cortadas en aros, cocinadas al carbón.

La costa

Esmirna, la ciudad, no tiene playas, pero abundan a lo largo de la provincia. Nuestro despiste hizo que cogiéramos varios tranvías, un metro y un autobús para llegar a Çesme, una pequeña ciudad a unos 85 km de Izmir. Su nombre significa fuente, por los antiguos surtidores otomanos y sus aguas termales. Aquí sí que se observa turismo internacional, aunque, al ser septiembre, no es excesivo y se respira bastante tranquilidad. Nos bañamos en una pequeña cala, con un mar Egeo transparente, limpio y muy frío. La arena, en cambio, está muy sucia, descuidada.

Hay un bar en lo alto con césped y hamacas. Vemos burquinis, perros al sol o a la sombra, gatos a lo suyo, grandes petroleros en lontananza. Mucha paz. El regreso estuvo a punto de convertirse en rocambolesco. Tras aguardar en la parada unos tres cuartos de hora la llegada del autobús —en los que N. entabló una peculiar conversación “babeliana” con su vecino de banco—, un cocinero futbolista (amigo del vecino de N.), nervioso pues llegaba tarde a su trabajo, nos propuso, mediante el traductor de su móvil, ¿Vamos en taxi? ¿Vamos en taxi? Dijimos con sobresalto que sí, pero al cabo, el taxista contestó con rotundidad que no. Éramos siete —dispuestos a ocupar el taxi—en la parada. Otro autobús, tras discutir su conductor acaloradamente con nuestro cocinero futbolista, nos llevó por fin a todos a la Estación de autobuses, donde habríamos de esperar una hora más a que saliera el nuestro. Nada mejor para ello que un buen té turco, o dos, y comenzar, por ejemplo, las aventuras de Memed el Flaco (El halcón, de Yaşar Kemal, el primer escritor turco propuesto para el Nobel).

Çubra.

La segunda playa sería Ilica.  Todo es más sencillo cuando ya sabes cómo ir. La playa es algo mayor. La arena algo más limpia. El Egeo algo más frío. Un tercer día iríamos a una piscina, esta sí, en Izmir. En esta ocasión nuestro destino se presumía sencillo, aunque quisimos asegurarnos e interpelamos a una joven que pasaba. La joven esmirnea se pegó un buen rato consultando la pantalla de su móvil, y al cabo, nos invitó a seguirla. En determinado momento, se detuvo y mostró un mensaje a N.: You will find other ways more comfortable. Acto seguido señaló sin titubear un autobús que paraba. Sí, sin duda, coged ese, vino a decirnos. El autobús, comprobamos al poco de montarnos, iba en dirección contraria…

La piscina pertenece al Termal Hotel y es la única del gran parque acuático que permanece abierta. Estupendo y caluroso día, en remojo y rodeados de montañas. Regresamos a Karantina dando un largo y agradable paseo, intentando descifrar el mensaje y las ocultas intenciones de la joven turca.

Comidas costeras: En Kirmizi pub, Çesme. Fish and ships. Sezar salata. Kuzu pirzola (chuletas de cordero).

En Ilica. Chicken grilled. Seabass grilled. Tzatziki, salsa griega de yogur y pepino.

Mención especial, por su encanto, merece la visita a Foça, un pequeño pueblo pesquero a unos 70 kilómetros de Izmir, que debe su nombre a las focas monje (uno de los diez mamíferos en mayor peligro de extinción) que habitan esta zona. El autobús nos deja junto a la bahía Büyük Deniz (el mar mayor) y nos encontramos con un puerto que alberga yates y veleros, y el monumento a las focas.

Saboreamos una exquisita dorada a la brasa (Çubra), sardines (boquerones) y, cómo no, Kalamaris.  Nos acompaña una simpática camada de gatos. Uno de ellos, muy atrevido, a punto estuvo de degustar él también —ante el respingo de N.— la çubra.

Gato en Foça.

Rodeamos el pueblo por la costa dejando atrás el castillo medieval, el monumento a Cibeles y a algunas personas tomando el sol, o bañándose, en los muelles de madera.

Alcanzamos la parte más pintoresca del pueblo, la bahía chica (Küçük Deniz), con innumerables barcos de pesca —en verano organizan cruceros alrededor de las islas— y un sinfín de restaurantes y negocios. En una terraza pedimos dos capuccinos. El camarero afirma grave con el gesto. Al poco nos trae dos tazas con la palabra capuccino bien visible en su blanca cerámica. El colacao estaba rico.

Nos supo a poco.

La visita a Foça.

Apuntes del Cuaderno de Altamira:

De regreso a Ítaca, Ulises llega a la ciudad jonia de Foça. Ha de salvar las islas que se encuentran en sus aguas. Orak es la más peligrosa. En ella habitan las sirenas que —con sus cantos— cautivan a los marineros. En la temporada de verano, las focas monje permanecen en sus cuevas. Tal vez fueran aquellas sirenas de que hablaba Homero. O tal vez no.

*»Sin más amigos que las montañas», así están en Rojava los dos millones de personas que aguantan desde el miércoles pasado la ofensiva de Turquía, bautizada por el gobierno de Erdogan con el nombre de operación «Fuente de Paz»….

José Rasero Balón

Autor/a: José Rasero Balón

José Rasero Balón (Alhucemas, 1962). Soy autor de los blogs 'E la nave va!' y 'Humanos' (www.joserasero1.com) con fotografías realizadas en Holanda, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Austria, Italia, Alemania y diversas poblaciones de la geografía española. He publicado las novelas 'Laila' (1997), 'Badián no es un anís' (2012) y 'Áticos y viento' (Ediciones Mayi. 2015), así como el poemario 'Brochazos' (2001). Vivo en La Viña.

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