–Oiga, por favor, ¿podría acercarse? He de pedirle un favor.
–Bueno, ya ve, tengo todo el tiempo del mundo.
–Ese es mi problema. He de llegar en punto.
–¿Dónde dijo?
–No le dije el lugar.
–¿Por qué no lo hizo?
–No sé. Puede que sea mi carácter retraído.
–¿Sí? El mío es más bien tirando a huraño.
–¡Quién lo diría!
–Todo el mundo lo dice, excepto usted.
–Yo es que soy de poco hablar.
–De esos está lleno el infierno.
–¿Usted cree?
–No. Fui educado por el partido comunista.
–Pues por más que lo miro, no parece usted de izquierdas.
–Ahí quería llegar yo. A algún lugar.
–No, amigo. Usted tiene todo el tiempo del mundo. Soy yo quien he de llegar a alguna parte.
–En punto.
–¿Cómo lo ha sabido?
–Soy muy observador.
–Y se pasa así todo el día.
–Sí. Y en la misma esquina.
–Es una esquina preciosa.
–Algo esquiva, pero es mejor así.
–Me recuerda mi infancia.
–La infancia es un buen lugar para vivir, pero queda lejos.
–¡Y que lo diga!
–¿Y cómo irá, andando o en avión?
–¿A dónde?
–No sé. Usted sabrá qué hora es.
–¡Claro, señor! Esa era mi intención.
–¿Buena o mala?
–Sólo un poco traviesa.
–Entiendo. Muy amable. He de irme.
–Pero, oiga. ¿Y su tiempo? ¿No tenía todo el tiempo del mundo?
–Compréndalo. Son en punto. Y hay cosas improrrogables.
–Bien. Me quedaré guardándole la esquina. Total, yo ya no llego a tiempo.