‘Consagración del duelo’, Julen Carreño. Siltolá Poesía. Sevilla, 2021. 85 pp.
Tras un episodio de pérdida de otro o de uno mismo, surge –ha de surgir– la asunción del vacío. Pero entre uno y otro se encuentra una exploración que pondrá en duda los mismos basamentos del ser, su armazón de fe y esperanza. Tal dialéctica descarnada tiene lugar en la quinta entrega lírica de Julen Carreño (Alicante, 1984), Consagración del duelo (Siltolá).
La poesía de Julen Carreño se hunde en la reflexión de lo vivido, de un modo más prolífico en los dos últimos años habida cuenta de la redacción de cuatro poemarios. Con frecuencia se detecta interrogantes que deja el paso inexorable del tiempo en sus títulos: La inquietud de las estatuas, Los prohombres relativos, De luz y sombras, Vigilias y Cansancio de Materia (reciente XX Premio Internacional de Poesía “León Felipe” de Tábara).
La incertidumbre y la duda parecen conceptos cada vez más unidos a la poesía de estos veinte. La hipocresía o la frivolidad de entonces ha pasado a formar parte del desengaño de varias generaciones. Lejos de la realidad autocomplaciente, un violento contraste se deriva entre lo esperado y lo resultante, exhibiendo a un ser frágil, como una rama quebrada ante un soplo de viento. La angustia del yo pasado deviene en dos motivos, la existencia y la identidad, que, enhebrados, trascienden con la chispa regenerada del Tempus fugit, tópico heredero de la elegía griega. Por ello, la perplejidad es la consecuencia más lógica, como bien expresa Carreño: “Concédete la duda y el abismo, / el perdón y el reposo en la caída”.
Esa revisitación del lugar común genera un planteamiento dubitativo tan interior que remueve los cimientos de la identidad del ser, así el sujeto dialoga consigo mismo retomando el tiempo de la niñez, generando una tensión entre amor y tiempo, igual que dos esferas que producen el contraste asombroso, la penetrante riqueza de la intuición, como muestran los versos donde se localiza el título del libro: “Como el verano sobre las baldosas / del patio es la promesa que acaricia / —salvífica consagración del duelo / la linde de la vida y su reverso”.
Los versos dialógicos de Consagración del duelo nos conectan con la poesía más reflexiva, aquella que hunde sus raíces en la poesía barroca y mística de nuestra mejor tradición: “¿Cómo hallar el principio en este caldo / de pulsiones que, al gesto, se amotinan / de pura fe en lamentos y contagios / al filo de los labios prometidos?”. La poesía de Carreño reflexiona sobre preocupaciones filosófico-morales, tal y como reflejan algunas de las citas escogidas: San Agustín, Platón o Tales.
El volumen se configura en tres apartados: los breves soliloquios iniciales, el central, más amplio, y el formado por un único poema. Todas las composiciones emergen sin titular, otorgando una mayor unidad al discurso, sin cortes entre ellos, apenas los signos de amistad en dedicatorias a poetas. Como se deduce de las páginas preliminares escritas por el poeta granadino Javier Gilabert, un diálogo marcado por la sencillez. Y añado: las dos caras en que Carreño se mueve aterrizan en un territorio cercano por preciso, doméstico por claro.
Cada composición incendia a su manera la angustia provocando zozobra: “En la hoja de la morrera / que alimenta al gusano / yace oculta // la arquitectura del vuelo”. Asimismo el poema se envuelve de una bruma misteriosa en nuestra condición quebradiza, son numerosos finales cuchillas sentenciosas: “Ya ves, así descansa en lo más frágil / el peso del misterio que nos mueve”. El resultado es tan irrevocable como ley de vida, lo que no evita paradojas que encadenan conceptos opuestos (vida/muerte; dicha/dolor; recuerdo/olvido; razón/fe), rasgo este tan característico de nuestro Barroco: “Cae la tarde; / solo en su ausencia desentraña el hombre / el oficio primero de la luz. / La voz que la convoca es un misterio”.
Se refleja un tono pesimista en muchos de los endecasílabos de Carreño: “Es la vida el reverso de un espasmo, / una excepción del ser que se prolonga / en el nombre que damos a las cosas”; en otro lugar, sin tan siquiera la salvaguarda del amor: “Comprenderás entonces: / traza el amor su senda / borrado de la estela a los amantes”. Aunque evita la melancolía en parte debido a sus fulgurantes imágenes: “que el agua comparece en su destino / como asiste la luz a la nevada”; lejos de la pauta previsible, esas imágenes crean efectos novedosos que conducen a una dualidad, dejando la realidad transformado una vez que ha sido interiorizada: “soy un cristal ahumado puesto al sol / jugando a bautizar las sombras / sin oficio / que proyecta el calor en mis entrañas”. Es en algunas de esas imágenes donde se muestra el fallo del contrapeso del ser, donde es manifiesta la sed por la creencia que aparece apagada por el raciocinio o, mejor dicho, por una imposición de reconocerse hombre desasistido, como muestra la metáfora del náufrago: “Quédate aquí donde la luz se allana / al tiempo y cuéntame cómo es ser Dios / y no saberlo, a qué flor sabe el aire / que inventa tu silueta sobre el vidrio”.
Finalmente, en Consagración del duelo, como en un peso desequilibrado, en lo cotidiano, reflexiona Julen Carreño sobre la comprensión o la aceptación del tiempo huido, una sed por creer en Dios en medio de toda la vorágine. No se entienda como una llamada desesperada a lo Blas de Otero ni siquiera una lucha agónica unamuniana, sino, más bien, como un reconocerse, como saberse un náufrago tras la duda, acaso un punto de intersección en este tiempo que transcurre: “Una noche que apuras / buscando en el altillo / las sábanas del último inquilino / para envolver el tiempo / en sus estragos”.