Ángeles en el infierno

Un gesto desganado de asentimiento del conductor confirma que hemos llegado a nuestro destino. Con cierta torpeza, por las prisas de no demorar más de lo necesario la parada al resto de pasajeros, terminamos de ceñir todo tipo de prendas de abrigo antes de bajar y pisar la tierra dura, cubierta de una capa blanca de escarcha. Ante nosotros miles de lápidas cubiertas por piedras que se extienden hasta los muros de la antigua prisión. Es el horror de lo que representan lo que me hace estremecer, mucho más que el frío intenso de esta mañana de diciembre.

Una antigua costumbre judía invita a dejar una piedra sobre la tumba de los seres queridos cuando se visita un cementerio, del mismo modo que los cristianos dejan flores en los suyos. A medida que avanzo junto a ellas siento una profunda tristeza al comprobar que sobre algunas apenas si hay depositados unos pocos guijarros, quizá de aquellos —me pregunto cuántos— que no dejaron tras de sí a nadie que honrase y llorase su recuerdo porque corrieron su misma suerte.

La historia de Terezin (Theresienstadt para los alemanes) es terrible, como la del resto de campos de concentración y exterminio, y una muestra singular al mismo tiempo de la perversión a la que fueron capaces de llegar los nazis. La ciudad, a unos 60 km al noroeste de Praga, había sido construida a finales del siglo XVIII por el emperador José II, bautizada en honor a su madre, la emperatriz María Teresa, y concebida como una fortaleza amurallada destinada a proteger las fronteras del complejo estado austrohúngaro. Se organizó en torno a dos espacios: la Gran Fortaleza donde se asentó el núcleo urbano y la Pequeña Fortaleza que servía de cuartel militar y que con el tiempo terminaría utilizándose también como prisión. En ella pasó sus últimos años, por ejemplo, Gavrilo Princip, el autor del magnicidio que detonó la Primera Guerra Mundial. Cuando los nazis ocuparon Checoslovaquia convirtieron la ciudad en un ghetto y la prisión en un campo de concentración sobre cuya puerta aún puede leerse el macabro lema “Arbeit macht frei” (El trabajo libera).

Cementerio de Terezin.

Pero como digo, Terezin constituye una particular forma de perversión de la maldad del régimen de Hitler. Se concibió originalmente como “alojamiento” de los miembros más prominentes de la comunidad judía, por lo que entre los prisioneros del ghetto hubo numerosos científicos, médicos, juristas, diplomáticos, músicos, escritores, y artistas que propiciaron una vida cultural desconocida en el resto de campos. Se formaron varias orquestas, grupos de cámara y de jazz, y también se montaron muchas obras teatrales. El objetivo de las autoridades alemanas no era otro que el de la propaganda, servir de escaparate a las instituciones humanitarias como la Cruz Roja que exigían inspeccionar las condiciones de estos campos, y a quienes se enseñaban habitaciones recién pintadas donde no vivían más de tres personas, falsas tiendas o cafés y asistían a alguna de estas representaciones musicales o teatrales, para dar la falsa sensación de una vida de cierto confort. Incluso se llegó a obligar al actor y director Kurt Gerron, prisionero en el campo y que había actuado junto a Marlene Dietrich en El ángel azul, a realizar la película Theresienstadt. Ein Dokumentarfilm aus dem jüdischem Siedlungsgebiet, que debía mostrar el trato benevolente que conferían los alemanes a los judíos. Inmediatamente después de terminar el rodaje, Gerron y el resto del equipo fueron deportados a Auschwitz para ser ejecutados. Sin embargo, la realidad era bien distinta. Se calcula que unos 154.000 judíos fueron enviados a Terezin, de ellos 35.088 murieron por las durísimas condiciones de vida (hambre, enfermedades, agotamiento, frío, …) y otros 88.196 fueron deportados a las cámaras de gas de Auschwitz y otros campos de exterminio

Entre todos aquellos prisioneros, vivieron quince mil niños y buena parte de los esfuerzos de la comunidad judía se dirigieron a educarlos y formarlos. El arte se convirtió  para muchos de ellos en la forma de evadirse del macabro entorno que les rodeaba, gracias a una mujer valiente, capaz de enfrentarse a la brutalidad del totalitarismo con lápices, colores y papel como únicas armas. Una mujer de pequeña estatura, llena de energía, con una intensa mirada color avellana llena de brillo, con su voz sosegada, siempre amable, siempre tranquila y paciente con ellos —así la describen algunos de aquellos niños supervivientes del Holocausto—, se convirtió en el ángel capaz de darles consuelo en el infierno.

Retrato de Friedl Dicker-Brandeis.

A los judíos deportados se les permitía llevar un par de maletas en las que reunían apresuradamente sus objetos más valiosos, sus recuerdos, una vida en 50 kilos, el máximo autorizado. Friedl Dicker-Brandeis, llegó a Terezin el 17 de diciembre de 1942, con su marido Pavel Brandeis y un par de maletas que eligió llenar con materiales de pintura, su bien más preciado. Había nacido en Viena cuarenta y cuatro años antes, en el seno de una familia judía sencilla. Su formación artística la inició en la capital austriaca, con Johannes Itter, y la completó en la Bauhaus, la escuela fundada en Weimar, destinada a revolucionar el arte del siglo XX. Allí tuvo como profesores a Walter Gropius y Paul Klee, que llegó a considerarla como su mejor pupila. Su carrera continuó en colaboración con Franz Singer, su amante y socio, primero en Berlín y luego en Viena, donde en 1925 abrieron el estudio de arquitectura Singer Dicker que permaneció abierto hasta 1938, aunque su relación sentimental terminó unos años antes, en 1931. Juntos realizaron algunas obras muy reconocidas en el mundo de la arquitectura, como el Club de Tenis Heller, la casa de huéspedes Hériot, o el colegio Montessori, en la Viena Roja, que fue toda una referencia en el diseño integral realizado para los niños, de muebles, juguetes y espacios. Se dedicaron también a diseñar escenarios para obras de teatro, proyectos de artes aplicadas, juguetes de madera, pósters anticapitalistas e innovadores muebles en cuyo diseño combinaban la funcionalidad de la Bauhaus con la elegancia clásica vienesa. Las cosas se complicaron con la ocupación nazi de Austria en 1934, tuvieron que terminar por cerrar el taller y pasó unos meses en la cárcel por su actividad política en círculos comunistas. Así que optó por irse a Praga, donde se enamoró de su primo Pavel Brandeis, con quien se casó. Comenzó a dar clases de arte a los hijos de muchos alemanes y austriacos que se habían refugiado en Checoslovaquia huyendo de los nazis, y se reecontró con la pintura, su primera pasión artística.

En Terezin la destinaron a una especie de departamento técnico que producía la cartelería y dibujos del ghetto, dirigido por Bedrich Fritta (alias Fritz Tausig), y en el que además había artistas de la talla de Leo Haas y Jo Spier. El estilo de estos, sin embargo, más cercano al realismo, no encajaba bien con las ideas estéticas de Dicker-Brandeis, más interesada en otras vías, así que, aprovechando su experiencia anterior como educadora, optó por ocuparse ella sola de los niños del campo. A escondidas de los carceleros nazis montó una escuela clandestina de dibujo.

Pinturas de niños de Terezin Sinagoga Pinkas.

Su figura dejó una huella profunda entre las niñas que sobrevivieron a Terezin. Su persona, y el consuelo que obtenían en sus clases forman parte del emotivo libro “The Girls of Room 28: Friendship, Hope and Survival en Theresienstadt” en el que Hannelore Brenner recoge los testimonios y recuerdos de algunas de las supervivientes. Se cuenta allí cómo las invitaba continuamente a desarrollar su imaginación. A veces les proponía un tema para pintar, otras simplemente una palabra, como un reto, decía por ejemplo: ¡tormenta, viento, tarde, …! ¡píntalo!; en ocasiones les invitaba a mirar por la ventana y pintar lo que veían; en cambio, en otras, les empujaba a mirar hacia el interior de ellos mismos y les pedía que pintaran lo que era más importante para cada uno de ellos, o dónde les gustaría estar en ese momento. Usaba incluso la música o el ritmo de sus dedos golpeando sobre la mesa para que imaginaran el dibujo y los colores a través de ellos.  Observaba el trabajo que hacían, sus dudas y titubeos, sus inseguridades, les guiaba haciéndoles preguntas como quien no quiere la cosa, les animaba a seguir sus propias ideas, su inspiración, que aprendieran a expresarse por sí mismos. No importaba que pintaran bien, lo esencial era desarrollar el talento que cada uno tenía, aflorar sus sentimientos, sanar las heridas. Es así únicamente cómo se pueden entender las obras de aquellos pequeños artistas, donde conviven lúgubres imágenes de la realidad del campo con otras de una felicidad imaginada. Helga, una de aquellas niñas de la habitación 28, lo explica muchos años después: “sólo había una gran mesa con las pinturas, apenas había papel, a veces sólo uno muy basto de haber envuelto algunos viejos paquetes. Pero en esos momentos llegaba a sentirme como un ser humano libre”.

Antes de abandonar Terezin con destino a las cámaras de gas de  Auschwitz-Birkenau, Friedl Dicker-Brandeis utilizó sus maletas de nuevo, esta vez para conseguir esconder un tesoro que dejó como legado al cargo de una amiga para su custodia: 4.500 dibujos de aquellos pequeños artistas, y algunas historias y poemas. Muchos de esos dibujos pueden verse hoy expuestos en la Sinagoga Pinkas, en Praga, y en el propio Museo del Ghetto, en Terezin, y os aseguro que no dejan indiferente a quién los mira, a nadie.

‘Mujer en un coche’ (1940) de Friedl Dicker-Brandeis.

Imagen de portada:  ‘Mujer en un coche’ (1940) de Friedl Dicker-Brandeis.
Gonzalo Durán

Autor/a: Gonzalo Durán

Gonzalo Durán es profesor. Desde hace varios años se dedica a la divulgación del arte a través del blog 'Línea Serpentinata' y colaboraciones en diferentes medios de comunicación.

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