Están llenos de palabras

Recién levantado, frente a una taza de humo, reflexiono.  Va a ser un día duro, como una carrera de obstáculos. Tomo el café, reposado, sin prisas.

La casa convertida en un frío y caótico almacén de embalajes, bolsas y maletas. Una puta palabra, me digo, frente al espejo, mientras ejecuto muecas y burlas.

—Eres un payaso. Un puto payaso.

Sentado en la única silla viva de lo que ha sido hasta el día de hoy mi hogar, me dispongo a esperar.

—Lo voy a machacar.  A ese cabrón. La suerte va a estar de mi lado.

De una mochila sustraigo una carpeta y voy repasando los papeles que hay en ella. Están llenos de palabras. Listas y listas de palabras.

Desde el móvil consulto Internet.

El diccionario de la RAE contiene 88.000 palabras. El de americanismos 70.000; pero en este último aparecen muchas variantes de una misma, como guaira, huaira, huayra, waira, wayra, guayra…

—Mierda. Es imposible. Y absurdo. Una gilipollez como un templo. Es algo absolutamente ridículo. Jamás lo conseguiré. Pero…

También hay un sobre negro. Cerrado. Un hilillo rojo sobresale de una de sus esquinas. Lo miro al través por enésima vez. Inútilmente. Nada. No se ve nada. Repaso, también por enésima vez, también con la gigantesca sensación de descomunal inutilidad clavada entre mis cejas, las listas de palabras. Tragasantos, tragavenado, tragavino, tragavirotes, tragaz, tragazón. ¿Por qué me habrá dado por la letra T?

Enumero al rato, por acelerar el tiempo, lo que he de hacer a lo largo de este maldito día. Ir a la redacción, coger mis cosas, dirigirme al Poblado, hablar con unos, dialogar con otros, conseguir buenas fotos, ante todo buenas fotos, primeros planos de brazos y jeringas, de rostros cadavéricos, eso es lo que demandan. Regresar a la redacción, ver cómo anda todo, y si todo anda bien, entregar mi trabajo, recibir buenas palabras —eso se me hace hoy imprescindible— y alguna palmada reconfortante. Poner rumbo a los juzgados de plaza América.

Ver qué ocurre.

Un desatinado contencioso con un jodido banco. Ese es el quid de mis días y de mis noches. Las leyes siempre están a favor de los jodidos bancos. Perdí. Me quitan la casa. El vicepresidente y consejero delegado de la entidad me era conocido, un viejo compañero del instituto, del último curso, de COU. Tras el absurdo contencioso abierto por mí mismo —quijote de pacotilla—, habíamos hablado.

—Paparazzi idiota —me soltó—. ¿A qué empezaste este lío? Lo tenías más que perdido desde el primer nanosegundo.

—Yo tenía alguna esperanza.

—¿Sabes? Siempre me caíste bien —mintió como un bellaco, mientras posaba una mano sobre mi hombro—. He hablado con los del Consejo de Administración. Están de acuerdo.

—¿En qué están de acuerdo?

—En darte una oportunidad. —El vicepresidente se acercó más a mí, y me habló al oído—.

Es un juego. ¿Sabes? No hay nada más aburrido que un Consejo de Administración de un banco. No te puedes hacer una idea. —Sonrió campechano—. Un juego difícil, eso sí. Con una probabilidad, para ti, entre un millón, o algo así.

—Suéltalo.

—¿Ves este sobre negro? Dentro hay escrita una palabra. Lo dejaremos bajo la custodia de un notario. Nosotros, tú y yo, nos llevaremos sendas copias, para hacerlo todo ajustado a derecho. Toma —me dijo, acercándome uno de los sobres—. No pretendas abrirlo. ¿Ves este hilito rojo que sobresale? Es una antena conectada a un microchip instalado en el interior de la cubierta. Cualquier cosa que intentes, la sabrá el notario al instante. El día de la ejecución de tu embargo, al llegar a los juzgados, yo estaré a la entrada. Cruzaremos la calle y subiremos a la sala del Consejo. Entregaremos los sobres al notario, que certificará que los tres contienen la misma palabra. Entonces tú dirás tu palabra. Si coincide con la que permanece escrita en el sobre, en los sobres, la casa volverá a ser tuya. Así de fácil. Como ves no tienes nada que perder.

—¿No me podrías dar una pista?

—¿Una pista? De acuerdo. Lo será para ti. O para el Consejo.

—¿Por qué haces esto?

El vicepresidente y consejero delegado de la entidad me observó fijamente durante unos segundos.

—Quiero humillarte ante los míos. Y descojonarme en tu cara de gilipuertas —confesó al fin.

Ilustración de Manuel Martín Morgado.

Llaman a la puerta los operarios de la mudanza. No consigo convencerles de que demoren el trabajo unas cuantas horas. Tampoco me atrevo a hablarles de palabras. De mis vicisitudes con las palabras. Comienzan a evacuar mi hogar.

Voy a la redacción y cojo mis trastos. Me encamino al Poblado. El trayecto se me hace imposible, por la lluvia y el tráfico enloquecido, pero al fin llego. No puedo hablar con unos ni dialogar con otros. Hay una redada policial bajo el diluvio. Ni siquiera puedo acercarme a las primeras callejuelas. Hago algunas fotos, de manos de policía empapadas, de armas de policía repletas de lluvia. De muchos policías calados, chapoteando en el barro y prestos al ataque. No son las que demandan. Pero son buenas. Regreso a la redacción tras otro trayecto reventón echando pestes del universo de punta a punta.  Veo cómo anda todo. Y todo anda patas arriba. Un atentado yihadista en la M-2000. Ya han enviado gente.

—¿Y mi trabajo? —reclamo, mostrando mis fotografías en la pantalla de la cámara.

Recibo unas putas palabras malsonantes. Un buen puñado de ellas. Y un portazo.

Puto día, putas palabras y puta palabreja.

Pongo rumbo a plaza América. Al bajar del auto compruebo que el vicepresidente me espera en las escaleras de los juzgados. Llego hasta él. Le entrego el sobre.

—Vamos.

La sala que acoge el Consejo de Administración es de un barroquismo tardío   que     apabulla. Quince consejeros —alrededor de una larga mesa con dibujos en su tapa taraceados en palo santo, ébano y caoba— segregan saliva tras sus labios gozosos. A ellos se une —más gozoso aun, imagino— el vicepresidente. El señor notario se encuentra en un ángulo de la sala, tras una pequeña mesa de madera negra africana. Abre con parsimonia jurídica los tres sobres. Estoy aterrado. Una vez hecho esto, afirma la veracidad por el propio conocimiento de que las tres cubiertas planas de papel negro contienen la misma palabra. De que nadie ha forzado ninguna de ellas.

—Proceda —indica al fin, avistándome con pomposa frialdad.

—Put…

Logro cortar a tiempo mi lenguaraz e irreflexiva costumbre. Me arrepiento. De lo uno y de lo contrario me arrepiento. Así que, sin pensar más allá busco en mi mochila la carpeta con las listas de palabras. Atrapo un folio al azar. Cierro los ojos y deslizo el dedo por el papel. Lo detengo. Abro los ojos. Leo.

—Tragedia.

El señor notario, con almidonada lentitud, se pone en pie y pasa a mostrar, alzándola en una mano, la palabra escrita en el sobre negro a la sala.

Un silencio atronador.

Al cabo, como un solo ser mitológico de dieciséis cabezas y treinta y dos ojos saltones, el Consejo de Administración en pleno prorrumpe en un aparatoso sollozo de hecatombe para, a los pocos segundos, desbaratarse definitivamente —ante la mirada glacial del señor notario y ante la mía pasmada— y desintegrarse por completo en una suerte de magma verde y nauseabundo.

—Doy fe.

Lo afirma, impávido, el señor notario.

José Rasero Balón

Autor/a: José Rasero Balón

José Rasero Balón (Alhucemas, 1962). Soy autor de los blogs 'E la nave va!' y 'Humanos' (www.joserasero1.com) con fotografías realizadas en Holanda, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Austria, Italia, Alemania y diversas poblaciones de la geografía española. He publicado las novelas 'Laila' (1997), 'Badián no es un anís' (2012) y 'Áticos y viento' (Ediciones Mayi. 2015), así como el poemario 'Brochazos' (2001). Vivo en La Viña.

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