Mauricio Gil Cano. ‘En la noche del mundo’. Editorial Dalya. Cádiz, 2019.
“Un poema ha de constituir un revulsivo, afectar interiormente, regocijar o estremecer o desasosegar incluso. La ceniza de su sombra es lo que queda del poeta en sus versos. Pero estas cenizas pueden llevar un ascua que prenda el corazón del lector”.
Así se expresaba hace unos años Mauricio Gil Cano (Jerez, 1964) preguntado acerca de los poetas, de la poesía, de su acomodo en las urgencias de este mundo que habitamos. Tras una sosegada lectura de su último poemario, En la noche del mundo (Editorial Dalya. 2019), puedo afirmar sin dudas que todos sus versos cumplen escrupulosamente con esta función balsámica, agitadora. De chispa iniciática.
Constituye esta nueva entrega del poeta jerezano un peldaño más en su obra poética (19 sonetos y un canto a Venecia, A dos poetas suicidas, Declaración de un vencido, Callar a tiempo), vertebrada en su conjunto por una mirada íntima, perspicaz, sensitiva, marcada por la agridulce pátina de la derrota y por su profunda espiritualidad.
Este peldaño nos conduce, por un lado, hacia el interior del poeta, que desnuda su espíritu (“…en estos mismos ojos cansados de palabras.”), tanto del yo como del nosotros (“Tal vez somos los únicos poetas / que nos hemos creído todo el cuento…”), y por otro, nos guía hacia la elevación, hacia lo inefable, hacia el humano deseo de unión entre alma y Dios.
Acerca de la naturaleza mística –en la mejor tradición de la literatura española– que recorre toda la obra, ya nos avisa la hermosa portada de esta edición de Dalya: Gólgota, del pintor y escritor cordobés Ramón Epifanio. Asimismo, el prólogo (del polifacético Juan Diego Fernández, alias Perpetuo) nos ofrece una visión apasionada, cómplice y certera de los versos que tenemos por delante, de tal modo que nos habla, entre otras pinceladas, de la “evolución mística de Gil Cano” o de “su afán de volar alto como figura estirada del Greco”.
En la noche del mundo se divide, en esencia, en dos partes, pues la tercera (Homenajes) es ya un clásico en la obra de Mauricio –hombre agradecido–, de la que destacaremos (entre los ocho que lo forman) “Mujer nutricia”, dedicado a Pilar Paz Pasamar, o los sonetos de querencia jerezana que cierran el libro, “Al Cristo de la Viga” y “A Nuestra Señora del Socorro”.
Entre tinieblas y Lira cristiana (las dos partes del poemario de que hablaba más arriba) se contraponen y se explican la una a la otra, tal como lo hacen también la oscuridad y la luz.
“…los días, que son ya papel mojado. / Será mejor que encienda un cigarrillo / antes que se diluya en humo la existencia. / …padezco un afán irresoluto / por distinguir la trama de la vida… / La música callada es mejor música. / Ya no creo en ninguna partitura. / Traspásame, Señor, con esa lanza / y clávame la luz de tu armamento”.
Sirvan estos versos, seleccionados a vuelapluma, como ejemplo de los veintiocho poemas (“estaciones de pasión”, los llama Juan Diego Fernández) de la penumbra, del desencanto, de la caída del poeta en la oscura noche, de sus requerimientos y preguntas por la existencia de Dios y por las cuestiones universales y eternas que impregnan Entre tinieblas.
“Coplas” (a la manera manriqueña), “Décimas de amor y vino” o “Maitines” conforman el cambio de tono poético que da paso al esplendor de Lira cristiana, a la luz de un Cristo convertido en amor, al que regresa el poeta envuelto en su nueva fe, en el refugio y salvación de los libros (a los que dedica un maravilloso soneto quevediano), en la exaltación de la luna: “Yo soy de los poetas que cantan a la luna / de los cristianos viejos de perdidas batallas…”.
Tres sonetos a su madre (“Dios te salve”) y el poema “La paz definitiva” (a su hermana Mª del Carmen), elegíacos, de lamento por la pérdida de seres tan queridos, completan emotivamente este retorno (dieciseis poemas) a la luz de la fe cristiana: “¡Lo somos todo, si el ojo / de Dios es el que nos mira!”.
Mauricio Gil Cano, en definitiva, ha vuelto a hacerlo. Comulguemos o no con sus explícitas creencias (algo irrelevante) los versos y estrofas clásicas (“Virtuoso del soneto”, Perpetuo dixit) de En la noche del mundo, su magisterio en la palabra y su medida, sus maestros y referentes (que aparecen a lo largo de la obra, Valente, Darío, Paz, Manrique, Manuel Machado, Quevedo, Aleixandre, Baudelaire…) consiguen una vez más que las cenizas de su sombra (su literatura, al fin) prendan, inevitablemente, en nuestro corazón lector.
Háganse, pues, un favor: léanlo.
“Hoy calles solitarias sepultan nuestros pasos / y no guardamos nada en el bolsillo, / salvo el poema, / que para nada sirve, dicen”. (Del poema “Nosotros”).