El pasillo de mi casa es particular, en el sentido de que no es muy pasillo. O no del todo.
(Sé que no son formas de comenzar un escrito, pero —si alcanzan el final— estimo que perdonarán mis extravagancias. Incluso, es posible, me ayuden a salir con bien de esta situación tan inversa —nunca mejor dicho— en que me hallo).
Veamos.
¿Se encuentra en el interior de un edificio y sirve de paso, mi pasillo? Sí, a todas luces. Pero, en cambio, no es alargado. Ni estrecho. Así pues, sería entonces, más bien, quizás, una antesala, una antecámara, un recibidor. O un vestíbulo.
Sí. Sin duda cumple los requisitos para esto último: es la pieza de mi casa inmediata a la puerta principal de entrada. Claro que, del mismo modo, podría asegurar que, también, es la pieza inmediata al salón. Y al dormitorio. Y a los aseos. Por lo tanto, como conclusión a esta breve y obligada introducción, puedo afirmar lo siguiente: El vestíbulo de mi casa es particular.
Sigamos.
En el vestíbulo de mi apartamento una pared no es muy pared. Al menos no en cuanto a lo que el imaginario colectivo esperaría de una pared. La otra tampoco.
Nada que objetar a los techos.
La pared que no es muy pared de la izquierda de mi vestíbulo, tal como entramos desde la puerta principal, es una mampara de cristal, fija, sin posibilidad de movimiento. Un panel de cristal grueso, a modo de pantalla, idéntico, supongo, al que habrá en el apartamento de al lado. Este espacio —innegable— entre ambos apartamentos los conecta a la azotea, al exterior, mediante la superposición de las mismas pantallas que, imagino, estarán en el resto de apartamentos de cada una de las superficies horizontales de las que consta el edificio, que son cinco, perteneciendo el mío —y el apartamento anexo— al primero. (El mío es, concretamente, el 1º B). Se conforma así un hueco vertical que discurre por la zona común del bloque.
Es decir, un patinillo.
A la derecha de mi vestíbulo, si volvemos a entrar por la puerta principal, veremos una cristalera, con vidrios azules y verdes, tras la cual se encuentra mi alcoba, que sí es toda una auténtica alcoba.
Creo que podrán hacerse una idea.
Bien.
Durante una jornada ideal —atmosféricamente entendida—, soleada, sin una sola nube que emborrone el azul del cielo, a través de la mampara del vestíbulo se filtran a mi apartamento —tamizadas por la propia interioridad del patinillo—, digamos, las variadas tonalidades lumínicas: desde el alba, la primera luz, el nuevo amanecer, pasando por el punto más alto del sol en una esfera celeste imaginaria, el cenit del día, y concluyendo en el atardecer, en el ocaso, cuando el astro rey se pone por el horizonte. Tras la puesta de sol —imposible de admirar en toda su belleza desde mi apartamento—, el lienzo de cristal queda a oscuras.
Tengo la arraigada costumbre de cenar liviano, a eso de las diez de la noche, ver una película en el reproductor de vídeo o escuchar algo de música en el equipo y acostarme con un buen libro sobre las doce y media, quizás algo más tarde.
No quisiera entrar en más detalles acerca de mi vida privada, pues resultaría de escaso interés, pero sí desearía hacerles partícipes —es ineludible— del extraño suceso que hace cosa de unas horas ha tenido lugar en mi morada.
Me encontraba bien acomodado ya en mi lecho, bajo unas delicadas sábanas de entretiempo, y examinaba un tomo del Atlas de Historia del Arte Vertical, a la luz de una pequeña lámpara de mesa, cuando comprobé sorprendido que mi alcoba que sí es toda una alcoba se iluminaba de manera repentina y extraordinaria. Me levanté con natural sobresalto y advertí que el lienzo de cristal de mi vestíbulo se hallaba transfigurado en un foco imponente de luz. Era una luminosidad que, además, variaba su potencia, su fulgor y su morfología de manera aparentemente aleatoria. Era una luz que, por momentos, se asemejaba a la de una linterna a la búsqueda de algo, de alguien, se transformaba de repente en múltiples efectos que asemejaban aquellos de una discoteca, un cabaret, o, no sé, un burlesque, quizás, y al instante engrandecía ante mi paralizada mirada y se desarrollaba como ciclópea bola de fuego dispuesta a arrasarlo todo.
Comprenderán mi asombro y perplejidad.
Resolví raudo llamar a mi convecino, el del apartamento anexo, pues la única explicación razonable que encontré fue que las luces vinieran de su hogar. Quizás celebrase una fiesta con amigos. Le pediría cuentas de todo aquello. Cuando ya pulsaba el timbre de la vivienda adjunta recordé que en realidad mi convecino es muy poco convecino, un casi no convecino, por decir. Nunca está en casa. Vive allí, sí, pero a saber por qué extrañas razones jamás está allí las veces en que lo he necesitado, no sé, para solicitar una pizca de sal o preguntarle acerca de un repentino corte de agua en el edificio. Tampoco en esta ocasión. Seguí pulsando el botón, sin esperanza, más que nada por dar tiempo a mis pensamientos a forjar alguna idea.
La situación resultaba desalentadora. Las luces provenían de ese apartamento, no había dudas.
¿O sí las había?
En esa casa parecía no haber nadie. ¿Y si permanecía oculto, en silencio, mi no convecino? ¿Por qué razón? ¿Procederían, en cambio, las luces del mismo interior de la mampara, es decir, del propio patinillo? ¿Se habría introducido algún extraño en ese espacio común, descendiendo con cuerdas desde la azotea?
Esta última idea resultaba tan peregrina que no tardé un segundo en plantarme arriba, en la cubierta más o menos llana del edificio dispuesta para distintos fines, llevando en mi mano diestra una pequeña linterna.
Como palmaria evidencia me recibió la noche, fría, oscura, vacía. Me asomé por el hueco de grandes pantallas, alumbré el patinillo de paneles con mi haz de luz y me recibió la nada. Nadie. No había luces. Ni cuerdas.
Solo un silencio de patinillo. Un silencio de nada. De nadie.
(CONTINUARÁ)