Extiendo mi cronómetro particular contemplando al tendero. Enigmáticos ambos. Distanciados. Son las 14 horas. He venido en busca de objetos imposibles, pero inexcusables en casa. El hogar es una bomba de relojería que demanda su mantenimiento. Anoche lo hablé con mi amor. Traigo una lista en un papel.
Un termómetro de iras y nostalgias. Una ganzúa de mentes (que sepa andárselas, también, si es menester, con chapas y hojalatas). Una caja de versos o palabras sueltas para decir cosas como Esa lejanía que los deje acribillados a certezas, o Vamos a oír el oleaje de tus piernas sobre el parqué, o, quizás, Una medalla sobre el pecho y te pudres. Un sofá cargado de promesas. Tornillos. Muchos tornillos. (Dejan la casa perdida, pero siempre hay que andar reponiéndolos. Se nos caen. Se nos disipan). ¿Tendrán, acaso, algo de Fierabrás?, me pregunto cuando tintinea el móvil.
Usted ganó en la segunda categoría y su cantidad ganadora es de US$2,500,000.00.
Vaya, últimamente recibo numerosos correos de este jaez.
No nos sabemos, el tendero y yo. Nos intuimos. No nos miramos, a no ser de forma tangencial, enmascarada. El lugar, este bazar en el que estamos, subsiste repleto de cachivaches ciertos y amontonados. Deseo al pronto una levedad que cuelga en el estante. ¿Cómo hacerle saber? Él es chino. El tendero. Nos separa un mundo. Una prevención. Jamás se me ocurriría mencionarle la existencia —como concepto— de los cuentos chinos. Mucho menos me atrevería a hablarle de levedades. Ni de virus. Ni de máscaras.
La ciudad, afuera, es una atmósfera húmeda. Sonora. Ahora un claxon inquieto. Ahora un padre infeliz y un hijo que huye. Una madre que jamás quiso serlo. Una pancarta silenciosa que rompe los tímpanos. El cubículo este, el almacén donde andan mis pasos, un agujero negro, laberíntico, en el centro de la urbe. Muere un ser humano a manos de otro. Y mañana será todo idénticamente incomprensible y efímero. Movedizo. Lo exclama el televisor en grandes titulares. Y tú lo escribes en las redes.
Sé que el tendero no me entiende. Que, quizás, siquiera sepa de mi existencia. Lo noto porque deambula junto a la puerta, mirando los ruidos de la ciudad mojada. Porque silba indiferente.
Is good to contact you today? your relative family deposited a huge sum of money in these bank be for his death. Amount usd 6.452 million.
Otro malintencionado correo.
He amontonado sobre el mostrador los objetos seleccionados: el termómetro, la ganzúa, la caja, los tornillos. De hecho, se me han caído unos cuantos en esta mi peregrinación por el establecimiento. Aprovecho para reponérmelos, aunque no me encajen del todo bien. Nuevo pitido del móvil.
Aviso de Theft Bank: Estimado cliente, le informamos de que su tarjeta ha sido bloqueada y ya no está operativa.
Este mensaje resulta aterrador. Porque —a diferencia de los otros— este es real. Se veía venir. Doy un grito sordo. Hago un gesto tosco de mimo. Intuyo —sé— que mi dinero imaginario se ha volatilizado y es ahora —de verdad— imaginario. Genuinamente. Tan imaginario como los días que se suceden.
Preparo pues una alegoría de doble filo con la que desarmar al tendero cuando se acerque legítimamente a exigirme el pago por mis compras. Pero quedo bloqueado, como mi tarjeta. En blanco. No operativo. Decido, al fin —desesperado—, salir como victorioso y gentil por la puerta de atrás. Huir. Escabullirme. El tendero me avista raudo —no ha dejado de hacerlo, sospecho ahora, desde que entré— y persigue mis pasos. Me lanza objetos. Me reclama a chillidos y exabruptos. Pero sus piernas son breves y fugaces.
Y yo no entiendo el chino.
Llego al hogar, exhausto. Compruebo que en las vicisitudes de la huida se han quedado por el camino el termómetro y la ganzúa de mentes. No importa. Mi amor me recibe cálida. Nos colocamos, el uno al otro, con parsimonia y ternura, los tornillos.
Más tarde, ya en el dormitorio, rasgamos expectantes la caja de versos y palabras sueltas y los esparcimos sobre las sábanas.
el rodar de
algunos
tardíos
y agotados
taxis
escuchamos